Carmen Luca de Tena: Fortalecerse en la adversidad

Foto: Joshua Earl (Unsplash)

Los seres humanos necesitan desde el nacimiento atención y cuidados consistentes de sus padres y cuidadores. El afecto, la seguridad, el calor y la sensibilidad con que se les trate influirán en su ajuste psicológico posterior. La vinculación afectiva es clave en el desarrollo, pero este hecho no debe interpretarse de forma determinista, creyendo que vivir una infancia infeliz aboca irremediablemente a desequilibrios en la etapa adulta.

La visión actual de la psicología es más optimista y esperanzadora. Sabemos que cuando se sufre la violencia o el maltrato en la infancia, se puede ayudar a afrontar las vivencias traumáticas activando la capacidad de adaptación y recuperación de la persona. Niños y jóvenes de todo el mundo viven en contextos de alto riesgo (pobreza crónica o drogadicción paternal), sufren experiencias traumáticas (guerras civiles, campos de concentración, abusos, maltrato), o están expuestos a condiciones de estrés prolongado en su entorno familiar. Cuando los niños sufren estas situaciones adversas, ¿les afecta a todos por igual? ¿Por qué algunos niños son capaces de sobrevivir a la adversidad y se convierten en adultos sanos psicológicamente, mientras otros se ven afectados en mayor o menor grado?

¿Cómo consiguen desaprender una cultura del maltrato y recuperar la confianza en los adultos estableciendo unas relaciones afectivas sanas?

Durante los años 70, algunos psicólogos se refirieron a aquellos niños que habían logrado sobreponerse a las situaciones traumáticas como invulnerables o invencibles, posteriormente se consideró más adecuado el uso del término resiliente. En física, el término resiliencia se aplica a aquellos materiales capaces de resistir impactos y retroceder a su tamaño y forma original. En las ciencias sociales, sirve para designar a aquellos sujetos que, a pesar de nacer y vivir en condiciones de alto riesgo, se desarrollan sanos psicológicamente y se adaptan de forma positiva en contextos de gran adversidad. Cuando se enfrentan a situaciones de estrés, trauma o tragedias, no sólo se sobreponen, sino que salen fortalecidos de la experiencia.

Todas las personas nacen con una resiliencia innata, es universal, pero cada ser humano es único a la hora de desarrollarla, debido a que influyen tanto las características individuales como lo ambiental. No es una capacidad estable y absoluta. Sería más acertado hablar de un proceso, ya que la resiliencia se manifiesta cuando una persona interactúa con su entorno, por lo que sus experiencias, características personales y patrones de conducta van determinando su forma de respuesta ante la vivencia traumática.

Cuando coincide un ambiente positivo y un adulto cálido y afectuoso, la capacidad innata de la resiliencia puede emerger gracias a la interacción positiva entre las características personales y ambientales. Todos los que han superado una situación traumática describen el encuentro con una persona significativa que les llevó el mensaje de “puedes salir airoso de esto”, que les permitió restablecer el lazo social y les devolvió la confianza en sí mismos y en los demás.

La resiliencia es una puerta abierta a la esperanza. Ahora sabemos cómo curar muchos malestares de los niños, que jamás debían haberse producido. Sabemos cómo ayudarles a tejer de nuevo su confianza en otros seres humanos, cómo pueden volver a comportarse compasivamente. No es tarea fácil, se requiere afecto, sensibilidad, empatia, dedicación, entrega y optimismo. Son muchos los terapeutas y educadores, que han sido capaces de promover en los niños la resiliencia a través de un gesto, una caricia, un comentario, una circunstancia.

Pero curar no basta, debemos prevenir. Además de garantizar un entorno de desarrollo afectivo óptimo a todos los niños, necesitamos desarrollar en ellos la capacidad humana de enfrentarse a la adversidad, saber cómo hacerle frente en caso de que aparezca. Conocemos las características asociadas a la resiliencia, pueden aprenderse, y la escuela se convierte en el ámbito de socialización privilegiado para aprender a ser resiliente, dado el clima moral que se respira en ella. Los niños, como bien dice Barudy, se merecen “buenos tratos”, pero también docentes y escuelas fuentes de resiliencia. A todos les beneficiará pero para algunos niños puede ser su única oportunidad para aprender a hacer frente a las experiencias traumáticas que les depara la vida.

Los pilares de la resiliencia

  1. Introspección. Preguntarse a uno mismo y darse una respuesta honesta sobre lo vivido. Lo importante es la forma en que se interpretan las propias experiencias.
  2. Independencia. Saber distanciarse emocionalmente del medio insano, sin caer en el aislamiento.
  3. Capacidad de relacionarse. Establecer lazos emocionales con otras personas, brindarse a los otros, recibir y ofrecer afecto.
  4. Iniciativa. Proponerse metas, emprender acciones y valorar los resultados de los esfuerzos.
  5. Humor. Ver la parte cómica de las situaciones trágicas.
  6. Creatividad. Ser capaces de crear orden, belleza y equilibrio en el desorden y el caos.
  7. Moralidad. Comprometerse con valores que garanticen el bienestar a toda la humanidad.
  8. Autoestima consistente. Fruto del cuidado afectivo consecuente del niño o adolescente por parte de un adulto significativo, es la base de los demás pilares.

Este artículo de Carmen Luca de Tena, profesora del CESAG, se publicó originalmente en la edición nº128 de Mater Purissima (noviembre 2007).

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