Hacia una ética universal

Fotografía: Zac Durant (Unsplash)

En el número anterior comentábamos que “sentir con la Iglesia” no tiene nada que ver con una visión ingenua de la misma, ni con una aceptación acrítica de lo que todavía debe ser evangelizado dentro de ella. “Sentir con la Iglesia” tiene que ver con la entrega confiada y amorosa del cristiano al Señor dentro de la comunidad creyente, por ser precisamente ésta la que posibilita la fe y le permite objetivar la propia experiencia de Dios.

En este sentido, la Iglesia tiene la misión de ser Maestra del Pueblo de Dios y orientar a los fieles para que su fe permanezca firme en las enseñanzas de Cristo. Esta misión se desarrolla a diferentes niveles. Todos los bautizados participamos de ella, estamos llamados a ser “pastores” de diversos modos; bien como padres de familia, catequistas, profesores, religiosos, sacerdotes, etc. 

Este velar de la Iglesia por la fe del Pueblo de Dios se reviste de un carisma específico en la tarea magisterial del Papa y los obispos, aquello que ordinariamente denominamos Magisterio de la Iglesia. A ellos, de modo exclusivo, se les ha confiado el carisma de infalibilidad en cuestiones de fe y moral. Esto significa que, por la ayuda especial que tienen del Espíritu Santo, el Papa y los obispos en comunión con él, no pueden equivocarse cuando dicen algo en materia de fe o de moral.

El Magisterio de la Iglesia no se reduce, sin embargo, a las declaraciones dogmáticas, que son más bien ocasiones excepcionales, sino en general, a las orientaciones e instrucciones que recogen los diferentes documentos emanados de la Santa Sede.

A menudo, podemos trivializar este carisma específico del Magisterio de la Iglesia, interpretándolo como una especie de “teléfono directo” que tienen el Papa y los obispos con Dios. Sin duda una visión simplista de esta misión genera confusión y desconfianza, y sobre todo, dificultad para creer tanto dentro como fuera de la Iglesia. El Papa y los obispos no están exentos de asesorarse, informarse, entrar en diálogo, reflexionar y deliberar hasta precisar, con gran atención, cualquier enseñanza magisterial. Para ello se sirven de ciertos organismos conformados por expertos en los diferentes campos. Uno de ellos es la Comisión Teológica Internacional que estos días celebra sus 40 años de existencia.

La Comisión Teológica Internacional fue instituida por Pablo VI en 1969. Su función consiste en ayudar a la Santa Sede, sobre todo a la Congregación para la Doctrina de la Fe, a examinar las cuestiones doctrinales de mayor relevancia. Está  formada por algunos de los teólogos de mayor prestigio en el mundo y la preside el Cardinal William Levada.

El último documento publicado por la Comisión Teológica Internacional, hace apenas unos meses, lleva por título: Hacia una ética universal: una nueva mirada sobre la ley natural. Preguntas como: ¿Existen valores objetivos capaces de unir a los hombres y de procurarles paz y felicidad? ¿Cuáles son? ¿Cómo reconocerlos? ¿Cómo actuarlos en la vida de las personas y de las comunidades? introducen el tema de la ley natural como fundamento del diálogo moral entre los hombres.

Quizá lo más interesante de este documento consista en el intento de buscar puentes de contacto entre las diversas tradiciones religiosas y filosóficas y en mostrar sus convergencias en materia ética. Resulta asimismo significativo el esfuerzo de la Comisión por purificar el concepto de ley natural de erróneas interpretaciones. Ciertamente en el pasado la ley natural venía fácilmente identificada con realidades culturales que a menudo eran absolutizadas sin ninguna legitimidad (como por ejemplo, la monarquía como forma de gobierno ideal). Este tipo de interpretaciones condujo a una errónea comprensión de la ley natural entendida como un código normativo e inmutable que no tenía en cuenta las diferencias personales, históricas o culturales, y  que simplemente vendría impuesto de forma categórica al sujeto por su misma naturaleza.

 

La acción moral, sin embargo,  siempre se realiza en situaciones concretas y contingentes, como explicó Serge-Thomas Bonino, miembro de la Comisión, en la presentación del documento:

“Y es propio de la razón, una razón en diálogo, determinar los principios más específicos que determinan las elecciones concretas. La indeterminación que necesariamente existe entre los principios inmutables y la aplicación de los mismos a situaciones concretas manifiesta la historicidad de toda ética fundada en la ley natural. Además la elaboración de una norma adecuada no puede prescindir de las disposiciones morales del sujeto y especialmente de la virtud de la prudencia que consiste en la difícil capacidad de tomar buenas decisiones en lo concreto de la vida. La ley natural no es, por tanto, un código cerrado de prescripciones intangibles que se imponen desde fuera de la persona. Sino, más bien, un principio de inspiración interior, permanente y normativo, al servicio de la maduración moral de la persona humana”.

El documento nos recuerda en este sentido que “las personas y las comunidades humanas son capaces, a la luz de la razón, de reconocer las orientaciones fundamentales de un acto moral conforme a la naturaleza misma del sujeto humano y de presentarlas de manera normativa, bajo la forma de preceptos o mandamientos. Tales preceptos fundamentales, objetivos y universales, están llamados a fundar y a inspirar juntos las determinaciones morales, jurídicas y políticas que regulan la vida de los hombres y de la sociedad”.

La moral, en último término, se funda en la llamada interior a seguir el bien como tal. “El individuo escucha su ser profundo y, a través de la razón, hace emerger las exigencias morales que indican las inclinaciones ontológicas que estructuran su naturaleza”.

Asimismo, una correcta comprensión de la ley natural no puede prescindir de la profunda interrelación que existe entre ésta  y la metafísica de la creación.

Por último, el documento remite a Jesucristo como fundamento último de toda Ley (Ley viviente) y criterio de una vida humana que, conforme a la ley natural, descubre su plenitud en la nueva ley del amor.

El documento señala  que la percepción de la ley natural es progresiva, también culturalmente, es decir, a nivel de la humanidad en su conjunto, por ejemplo: la abolición de la esclavitud, la igualdad de la mujer, el rechazo generalizado de la pena de muerte. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, de 1948, sería un claro paso adelante en este intento, pero actualmente no solo es insuficiente, sino que está en peligro debido a lecturas relativistas que de ella se hacen. Un consenso de valores basados en la ley natural puede “garantizar a los derechos humanos una base más sólida que el frágil positivismo jurídico” (S-T. Bonino).

Vivimos en una era que, en nombre de la “libertad” y el “respeto” al individuo, desprecia y  considera innecesarios principios éticos objetivos que regulen el orden económico, social, jurídico y político y que se puedan proponer como principios universales. Con ello lo único que se consigue es debilitar la capacidad de autoafirmación de la persona y abocarla a ser presa de ideologías denigrantes  y de intereses ajenos e indiferentes a su propio bien.

A fin de cuentas, este documento de la Comisión Teológica Internacional nos pone nuevamente de frente con esa misteriosa convergencia que experimentamos en lo más profundo de nuestro ser. Por un lado, la sed de una felicidad que nos colme plenamente, y que somos incapaces de alcanzar por nosotros mismos. Por otro, la exigencia de nuestro espíritu de autoafirmarse en su libertad, en cada opción que tomamos. La ley natural es un don que reposa en nuestro corazón, pero sólo nuestra libertad puede actualizarlo y traducirlo en una opción de comunión universal.

Este artículo de Julia Violero se publicó originalmente en la edición nº135 de Mater Purissima (enero 2010)

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