Sentir con la iglesia

Hacernos sentir a todos miembro de un cuerpo único es una de las fuerzas más grandes que tiene la Iglesia. Este símil tan bien traído y tan conocido es la mejor forma (en verdad la única posible por ser pura realidad) de expresar lo que en esencia es la Iglesia. Por esto queremos hacer partícipes y conscientes a todos de la riqueza y grandeza que es formar parte del cuerpo de la Iglesia que se hace uno con Cristo. 

Esta nueva sección está dedicada a «gente de Iglesia». Soy consciente de que la expresión requiere una buena dosis de matización, más en los tiempos que corren. Resulta difícil aplicar este calificativo por la diversidad y pluralidad que encontramos dentro de la misma Iglesia.

Podríamos decir que «gente de Iglesia» son aquellos que una vez fueron bautizados, o tal vez, quienes asisten regularmente a la misa dominical. O, si queremos afinar más, quienes viven comprometidos en grupos o movimientos parroquiales. Sin embargo, podemos encontrar, por ejemplo, en cada uno de estos sectores, personas a quienes les resulta difícil asumir las orientaciones de la jerarquía. ¿Deberíamos, entonces, calificar como «gente de Iglesia» a aquellos que no disienten nunca de las enseñanzas oficiales de la Iglesia? ¿Son ellos los auténticos fieles? No deja de ser una cuestión compleja y precisamente por ello he elegido esta expresión, por la ambigüedad que encierra y la pluralidad que manifiesta. Sin ánimo de precisar más, a todos aquellos que por uno u otro motivo se sientan «gente de Iglesia» van dedicadas estas líneas.

La incapacidad que constatamos al definir quién puede ser considerado hoy en día «gente de Iglesia» refleja en el fondo una problemática compleja. En el S. II parecían tener más claro quiénes eran los cristianos de la todavía Iglesia primitiva. Al menos así lo testimonia uno de los documentos más relevantes de aquella época: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su lengua, ni por sus costumbres (…), se muestran viviendo un tenor de vida admirable y, por confesión de todos, extraordinario. Habitan en sus propias patrias, pero como extranjeros; participan en todo como los ciudadanos, pero lo soportan todo como extranjeros; toda tierra extraña les es patria, y toda patria les es extraña.

A juzgar por la descripción de este escrito era el «tenor de vida admirable» lo que permitía distinguir a los cristianos en medio de una sociedad que, desde luego, no era más favorable que la nuestra a la manifestación de la fe.

Aquellos cristianos se sentían como extranjeros en su propia patria y al mismo tiempo ninguna patria consideraban ajena. No tenía nada que ver entonces ese sentimiento con cuestiones de inmigración o de pateras. La fe que profesaban había hecho para ellos relativas todas las fronteras.

Hoy nos enfrentamos a una situación distinta, pues son muchos los cristianos que se sienten extranjeros, no ya en su propia patria, sino dentro de la misma Iglesia. No voy a analizar aquí las causas, que seguramente son múltiples. El objetivo de esta sección es otro, va en la línea de lo que Ignacio de Loyola pretendió con sus «Reglas para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener».

Eran aquellos, también, tiempos difíciles, de decadencia moral, incluso dentro de la Iglesia. En pleno siglo XVI, las ideas luteranas, apoyándose en esta situación de degrado y corrupción, tomaban cada vez más fuerza. En ese contexto, Ignacio de Loyola consideró oportuno añadir en el libro de los Ejercicios Espirituales una serie de reglas que permitiesen al cristiano tomar el pulso de su actitud vital en la Iglesia.

Con estas reglas, Ignacio no quiso exponer argumentos que convencieran a nadie de la pureza de la Iglesia. Su intención era mover a sentir en y con la Iglesia. Su experiencia personal de conversión le hizo entender que lo que une al cristiano con la Iglesia tiene que ver más con el afecto que con el entendimiento. Sus reglas constituyen así una invitación a la constante alabanza, a la preferencia por un 36 «nosotros» frente a un «yo».

Ésta es la perspectiva en la que se encuadra esta nueva sección: quiere ser una propuesta de Mater Purissima en esta misma dirección. Lejos de tratar de convencer doctrinalmente, queremos con Ignacio, suscitar, o recuperar, el verdadero sentido de Iglesia. No podemos pasar por alto que Ignacio de Loyola, como tantos otros santos, funda su amor a la Iglesia precisamente en la profunda experiencia que tiene de Dios. Toda la dinámica de su Ejercicios Espirituales se basa en la convicción de que el Creador y Señor desea y puede comunicarse inmediatamente (sin mediaciones) al ejercitante, abrazando su alma en su amor y alabanza (EE 15).

Esta experiencia personal de Dios es fundamental para que se despierte el verdadero amor a la Iglesia. Pero no basta.

Ignacio no escatimará esfuerzos para recibir de la Iglesia la confirmación de su propia experiencia, consciente como es de que toda experiencia auténtica de Dios ha de poder ser reconocida en el seno de la comunidad eclesial. Ignacio de Loyola, como tantos otros santos, funda su amor a la Iglesia en la profunda experiencia que tiene de Dios. Esta actitud condujo a Ignacio, junto con sus compañeros, a ofrecerse generosamente al servicio de la Iglesia y del Papa, para ir allí donde éste considerara que había más necesidad. 

A los cristianos, toda tierra extraña les es patria y toda patria les extraña
Ignacio de Loyola, como tantos otros santos, funda su amor a la Iglesia en la profunda experiencia que tiene de Dios

La disponibilidad que supuso tal ofrecimiento no se basaba en una visión ingenua de la Iglesia. El entonces Papa, Pablo III, no era precisamente un modelo de perfección cristiana; como tampoco lo fue su sucesor Pablo IV, que antes de ser nombrado Papa ya manifestaba una clara hostilidad hacia Ignacio y su nueva Orden.

Ignacio, sin embargo, aceptará con serenidad y fe la elección del nuevo pontífice y pedirá con fervor recibir su bendición en el momento de su muerte. La fidelidad de Ignacio a la Iglesia no tiene, por tanto, nada que ver con una obediencia pasiva y una asunción acrítica de las directrices de sus autoridades. 

Ignacio sabe que la Iglesia no puede suplantar «la acción del Espíritu, que nos conduce hacia donde quiere, ni ahorra el esfuerzo personal por llegar al conocimiento de la voluntad de Dios sobre nuestra vida». Él aceptaba sin reservas las decisiones de la Iglesia, pero ello no anulaba su búsqueda personal de la voluntad de Dios. Aún más, para Ignacio era posible que el Espíritu hablase de forma diferente a las autoridades eclesiales y a él mismo, sin que esto supusiese que hubiera que calificar a una de estas palabras como auténtica y a la otra como falsa.

De hecho, cuando las autoridades le ponen dificultades para instruir sobre cuestiones de fe en Salamanca, Ignacio acata y obedece, pero decide marcharse a París donde no está sujeto a dicha prohibición porque considera prioritaria la «ayuda a las almas». ¿En qué consiste entonces el verdadero sentir con la Iglesia?

Según Ignacio, la Iglesia nos ofrece el marco de referencia dentro del cual podemos «en todo acertar» [EE 365], pues es la mediación que permite objetivar la acción del Espíritu en el sujeto. Esta aceptación de la mediación no elimina, sin embargo, la escucha personal al Espíritu. El teólogo y jesuita Karl Rahner lo resumirá con las siguientes palabras:

La fe es siempre la entrega confiada y amorosa de uno mismo a la fe de la Iglesia. Fe no es sólo la aceptación de lo que «yo» como individuo particular creo haber oído, sino aceptación de lo que la Iglesia ha oído, conformidad con la «confesión» de la Iglesia. La Iglesia no es sólo la portadora que distribuye el mensaje de Cristo a los particulares para luego desaparecer en escena como un cartero, sino que es el medio permanente de la fe en el que se realiza esa fe, para que, como salida de una sola boca, de un único cuerpo, pueda entonarse el canto de alabanza del Dios vivo en el que se celebre su misericordia.

El equilibrio que emana de las reglas de S. Ignacio procede principalmente de un sentimiento de agradecimiento hacia la Iglesia que le ha transmitido el mensaje de Jesucristo. El reconocimiento de este papel de la comunidad creyente es lo que posibilita a Ignacio abrirse a la comunión y a la alabanza de la Iglesia, más allá de los defectos y pecados que presenta [EE 354-361]. 

 

Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, no es posible estar en comunión con Cristo y al mismo tiempo en ruptura con la Iglesia

Esta actitud le conduce además a descubrir su papel dentro de la Iglesia y a asumirlo con responsabilidad y humildad, sin absolutizar su criterio personal y permitiendo que sea objetivado desde fuera. Un criterio que prevaleció claro para Ignacio, y hacia el cual apuntan sus reglas, es el de salvar la comunión eclesial por encima de todo.

Para él, “acertar en todo” supondrá salvaguardar la comunión y ello puede requerir el “deponer el propio juicio” [EE 3531, aún cuando parezca lo más razonable. El motivo no es otro que el misterio del compromiso esponsal que une a Cristo con su Iglesia y que Ignacio recuerda ya en la primera regla [EE 353].

Si la Iglesia es la Esposa de Cristo, no es posible estar en comunión con Cristo y al mismo tiempo en ruptura con la Iglesia. El amor a la Iglesia es participación del amor de Jesús a Ella. La amamos porque sabemos que Él quiere que la amemos. Por otro lado, este compromiso esponsal evita identificar totalmente a Cristo con su Iglesia y reducir la acción del Espíritu a los límites de Ella. Sentir con la Iglesia nace de la libertad de quien ama, porque la libertad permite amar en cualquier condición.

La reflexión que nos queda entonces a nosotros es: ¿Somos lo suficientemente libres como para salvar la comunión con la Iglesia más allá de nuestras percepciones personales? ¿Somos lo suficientemente libres como para reconocer la acción del Espíritu también fuera de ella?

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