Educar en la confianza mutua

La  desconfianza en uno mismo, que está latente en nuestros jóvenes, es un hecho incuestionable en nuestros días. Pero, paradójicamente, nunca como ahora se ha experimentado una confianza tan ciega a planteamientos ideológicos y pseudocientíficos sin el más atisbo de actitud  crítica. Tres son los objetivos de esta reflexión sobre la confianza: dónde está el problema, qué está en nuestras manos y cuánto está en juego.

Quiero dar aquí un paso más a aquello que descansa en todos mis escritos de esta sección, pero he de comenzar por el primer escalón y base de cualquier vivencia confiada: la confianza cultivada en el núcleo familiar.

Nada de teorías. Me refiero al fruto de acostumbrar a tus hijos a que te cuenten cada día, desde pequeños, lo que les ha pasado en el colegio ofreciéndoles la mejor de tus sonrisas. Tampoco  podemos olvidar que, ante la rebelde adolescencia, sólo tras un explícito – a la par de vigilante-  “yo me fío de ti” cabe la  importantísima coletilla “pero tú siempre cuéntame”.

Nuestros jóvenes, ante la implacable realidad que nos cuestiona en lo más profundo de nuestro ser (¿qué es lo que realmente quiero hacer con mi vida?) han tomado prestadas estructuras racionales que les aleja de la crudeza de afrontar sus días con autenticidad y libertad.

Me asombra comprobar la adhesión acrítica que los jóvenes depositan en esas estructuras racionales flotantes. Detrás de esa adhesión compartida (remarco el “compartida” porque creyéndose diferentes son todos iguales) se esconde, en el fondo, una  falta de confianza en sí mismos para averiguar el sentido de su vida. Esas estructuras racionales asumidas se caracterizan, entre otras cosas, en ofrecer una apertura casi infinita a las posibilidades vitales, anulando así el sentido del comprometerse con lo concreto.

¿Por qué no se dan cuenta que las estructuras racionales flotantes son  eso, “flotantes”, falsas?  Sólo cabe una explicación: la falta de compromiso vital con esa posición ajena admitida, sólo puede sostenerse cuando no es indagada hasta sus raíces ni llevada con coherencia hasta su último término.

¿Cómo luchar contra esta actitud confiada  y profundamente acrítica? Un primer horizonte de acción es, desde la adolescencia, encontrar y establecer un grupo donde la sintonía posibilite conocer otras personas en situación parecida a la mía, personas con las que hablar abiertamente e ir descubriéndome a través del otro. Me refiero a encontrar un grupo con objetivos compartidos desde el cual conocerse y reconocerse guiado por un sujeto menos joven y, sobre todo, competente en estos quehaceres.

En definitiva, encontrar y formar parte  de una comunidad donde surja y se experimente la valiosa confianza. ¿Ideas? Los cineforums siempre han sido un buen comienzo.

Hay otro radio de acción, más amplio si cabe, apenas traído a colación a la hora de abordar la temática que nos ocupa. Siempre me ha llamado la atención la desconfianza gratuita explícita ante el desconocido que se cruzan en la calle o en la tienda. Quizás me equivoque, pero creo que de este no fiarse deriva la falta de compromiso personal y, por ende, social ante los más necesitados. Pero el alcance de esta observación es más grave de lo que imaginamos: hemos llegado a crear una sociedad en la que suena sensato no fiarse del desconocido y no tan  insensato el exagerado no te fíes ni de tu padre. Sin olvidar la prudencia con la que actuar responsablemente, urge repensar esa desconfianza gratuita, desconfianza cuyo poso mina poco a poco la posibilidad de  compromiso.

Más allá de la vivencia confiada del plano familiar, comunitario y universal apuntado, nos espera otro “Confiar”  meta vital que trasciende y orienta  todo caminar.  Me refiero al  latir confiado de María en su “Hágase en mí según Tu palabra”. Pero esto ya son Palabras mayores.

Quizás no sea mala idea repensar y promover en el día a día la confianza en nuestros jóvenes para dar sentido a la vocación y al compromiso que les llevará a su plenitud.  Aunque, para ello, antes debo de preguntarme cuánto de confiado es mi caminar y cuánto compromiso hay en mi vocación. Qué pereza ¿verdad? ¡Pues ahí nos lo jugamos todo!

Este artículo de Francisco Güell, profesor del Instituto Ángel Ayala, se publicó originalmente en la edición nº133 de Mater Purissima (junio 2009)

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