Imagen del artículo de Taller de Padres de Francisco Güell

¿Qué tal el día, cariño?

Me atrevo a afirmar que hay dos protagonistas que mucho tienen que ver con el apacible o problemático desarrollo de nuestros hijos: las amistades y la comunicación familiar.

La elección de las amistades es, con toda probabilidad, el primer ejercicio importante de libertad llevado a cabo por nuestros pequeños dentro de un abanico más o menos reducido (el colegio, el barrio, etc.). Llegados a cierta edad, como es lógico, es difícil reconducir o tratar de influir en esta elección, pero vamos a ver cómo el otro gran protagonista, la comunicación familiar, tiene mucho que decir al respecto.

Para bien o para mal, bajo una atenta reflexión, late constante nuestra  propia biografía.  Hay un ejemplo ingenuo y contundente que ayuda a entender esto que quiero indicar: si te das cuenta que tu hijo de cuatro años necesita gafas, no debes ponérselas también a todos los demás.

Como digo, lo vivido deja huella, y voy a exponer cómo he experimentado desde niño la comunicación en mi casa. Lejos de presentar mis vivencias como algo ejemplar, pretendo ofrecer así  un punto de partida de análisis y reflexión para el lector.

Recién empezado el colegio y durante muchos años, uno de los momentos cruciales de la jornada era relatar con pelos y señales qué me había ocurrido durante el día. Con la merienda o la cena, recuerdo a mi madre sentada a mi lado, atenta, escuchándome y preguntándome con detalle  por mis amigos, por las clases, por el recreo,…

Desde la infancia, tenemos la oportunidad de desarrollar la actitud comunicativa de nuestros hijos ―dentro del marco de la propia personalidad del niño―, creando un vínculo de forma casi inconsciente y natural. Comenzar esta siembra en la adolescencia es, lógicamente, un trabajo complicado. A partir de cierta edad, las preguntas suenan a interrogatorio ― “si pregunta, algo querrá saber”―. En estos casos, más vale fomentar la presencia y el saber escuchar, ya que uno de los defectos más comunes y poco adecuados de los padres es interrumpir y reprobar antes de dejar que se expliquen.

 

En preescolar y durante los primeros años de colegio, la ingenuidad y la solícita atención del niño facilita la creación y desarrollo de este importante hábito. El diálogo confiado resulta esencial para atender y conocer el desarrollo de su día a día, creando el caldo de cultivo adecuado sobre el que tratar los problemas del futuro.

El objetivo es, desde mi punto de vista, crear un grado de comunicación como base, un marco comunicativo incuestionable por “haber estado siempre ahí”. En él, nuestros hijos, con naturalidad y libertad, dispondrán de un tono vital familiar donde contar lo que les rodea ―cómo son sus amigos, a quién han conocido, dónde suelen ir,… ―.  No son pocos los padres y madres que, “frente” a sus hijos, se conforman con conocer el nombre de los amigos, exigir buenos resultados académicos, transmitir actitudes educadas y pedir puntualidad. Esta concepción empresarial de la familia anula el maravilloso marco que es la vida familiar para, entre otras cosas valiosas, reconocernos y asombrarnos ante lo más parecido a nosotros mismos.

Apuntando tan sólo al terreno práctico, con una comunicación trabajada con constancia y confianza, podremos conocer las preocupaciones y estar mejor preparados ante los problemas que siempre acechan a nuestros hijos, si no antes de que aparezcan, en un manejable estado inicial.

Ofrecer a nuestros hijos todos los medios materiales  que  tengamos  a  nuestro  alcance quizás ayude, pero no es suficiente. Como he señalado en otros artículos, la despreocupación es la madre de la desorientación. Y, completándolo un poco más, el primer objeto de preocupación debe ser la comunicación. Curiosamente, la aparente tranquilidad de unos padres que se desentienden del devenir de sus hijos cediendo responsabilidades a centros educativos suele desembocar en dramas familiares en los que el dinero adquiere, con mayor claridad, su más que frecuente papel: parchear ―por momentos― la cruda  realidad.

Este artículo de Fran Güell, profesor del Instituto Ángel Ayala, se publicó originalmente en la edición nº129 de Mater Purissima (febrero 2008)

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