Conocer a la Madre: esposa-madre-y-viuda (II)

Alberta Gimenez adulta

Alberta conoce el valor real del amor y lo encarna en su vida de matrimonio. El amor lo puede todo. Y más aún cuando se trata del grado máximo del amor: la amistad. Alberta y su esposo, Francisco, son también verdaderos amigos. Una noche Francisco se retrasa y Alberta, preocupada, lo espera despierta. Para evitar que tenga que excusarse y se apene de verla a ella inquieta, adelanta todos los relojes de la casa. «Así Francisco pensará que todavía es temprano», piensa.

Ella se ocupa de todas las tareas del hogar, de cuidar a los niños, de atender a sus padres y también echa una mano a su marido con las clases en el colegio. Hoy en día, es muy corriente que madres de familia compaginen la casa con el trabajo, pero hablamos del siglo XIX y eso estaba mal visto. Ambos buscan un mismo rostro, el de Dios, y en su hogar es Él quien ocupa el primer puesto.

Varios meses después de su boda, Dios les bendice con su primer hijo, Bernardo. Nace el amor de madre. Pero Bernardo muere con apenas diecisiete meses y en este momento, realmente difícil, Alberta no se encierra en su dolor. Junto con su marido y confiando en Dios continúan adelante y consiguen superarlo. Un año después, nace su segunda alegría, Catalina Thomás, una niña que devuelve a sus padres la vida que habían perdido al morirse su hijo.

En Palma surge una epidemia de cólera que pronto llega a Felanitx y Alberta y su hija enferman gravemente. Muere Catalina. Finalmente, Alberta se recupera de la enfermedad y de lo que ha supuesto en su vida. Si el dolor se vive desde el amor, la vida es fecunda. Alberta ha perdido a Catalina pero Francisco sigue a su lado y… ahí está, con Bernardito, su tercer hijo. Le brillan de nuevo los ojos, es feliz, aunque ha nacido muy débil y los médicos no le dan muchas esperanzas de vida. Alberta multiplica los cuidados.

Más tarde llega Albertito, su cuarto y último hijo. Pero luego, con sólo dos años, Bernardo muere, lo que supone otro duro golpe para el matrimonio, si bien esta pequeña familia es fuerte, siguen unidos y tienen a Dios como centro.

A vosotros, que seguís creyendo en el matrimonio como medio insustituible de entrega y donación total en el amor

Un Dios que es amor y fortalece el amor de estos padres. La maternidad de Alberta está marcada por el dolor y la ausencia, aunque también por el amor y la compañía de su esposo. Alberta gana las oposiciones para maestra que tanto deseaba. Francisco está trabajando mucho en el colegio, no escatima esfuerzos y cae gravemente enfermo. El 17 de junio de 1869, el esposo de Alberta muere.

Nueve años de matrimonio, sueños e ilusiones que, sin duda, se van con él. El sentimiento común a todos cuando perdemos algo querido es el dolor pero la forma de encajarlo depende de cada uno y Alberta lo pone en manos de Dios. En un momento así, confiar en Él es francamente difícil pero ella permanece a solas con Dios; es el único que sabe lo que pasa en su corazón.

Alberta abre de nuevo el colegio que había cerrado por la enfermedad de Francisco y continúa su tarea educadora. Tiene que sacar adelante a su hijo y cuidar de sus padres, pero se siente insatisfecha e intuye un nuevo reto.
Se pregunta: ¿qué querrá Dios de mí? Busca la plenitud y así un día piensa en hacerse religiosa salesa.

El 2 de marzo de 1870, el Alcalde, junto con Don Tomás Rullán, proponen a Alberta que se haga cargo del Real Colegio de la Pureza, un caserón en ruinas. Confía en Dios y acepta. Deja a Alberto al cuidado de sus padres y lo lleva a un buen internado para que estudie. Y así el 23 de abril de 1870, Alberta llega finalmente al Colegio de la Pureza.

A vosotros, que tal vez habéis perdido una parte de vuestra vida, a vosotros, que sufrís el amargo sabor de dolor, ¡no estáis solos! Vuestra angustia es compartida, aliviada, suavizada. Poned los ojos en esta mujer

Este artículo de Débora Vidal, rp, se publicó originalmente en la edición nº126 de Mater Purissima (febrero 2007).

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