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Del botellón a casa: detalles para reflexionar

Acostumbrar a tus hijos a contarte cada día lo que les ha pasado en el colegio, ofreciéndoles una sonrisa y esperando a que terminen, aunque cuenten la mayor de las barbaridades, es el mejor caldo de cultivo para hacer frente con éxito a este fenómeno social.

Nos guste o no, los jóvenes deben vivir en su época y nuestra labor es conseguir que, en su entorno, sepan diferenciar lo que les aleja y lo que les acerca a su autorrealización.  Cada hijo es un mundo, y cada padre y madre, también. Así que me limitaré a ofrecer una serie de apuntes para la reflexión sobre cómo afrontar la llegada a casa de tu hijo tras un botellón.
Mis padres nunca me dejaban salir con llaves por miedo a que las perdiera. Todo era una estrategia. Siempre me abrían ellos la puerta, por supuesto con la confianza de que nada malo pasaría al llegar yo. No me estoy refiriendo a una espera policial, sino al esfuerzo de levantarse a la hora que fuera.

Con esa actitud, se está realmente pendiente y se transmite un vínculo familiar al finalizar la noche. Así, los horarios adquieren un tinte de responsabilidad y permiten mayor o menor flexibilidad ante la visible madurez. 
Ante una llegada nocturna irresponsable, las recriminaciones in situ suelen fracasar. Plantearlo sosegadamente por la tarde del día siguiente conseguirá aún mejor efecto que por la mañana. Un apunte: en la cama, justo antes de dormir (del día siguiente, por ejemplo) es un buen momento de silencio y reflexión para transmitir con tacto mensajes importantes.

Guardar el secreto pactado con tu hijo ante la evidencia de que ha consumido alcohol consigue dejar claro que el hecho es grave y podría tener consecuencias —»si tu padre (o madre) se entera…»—, y a su vez crea un vínculo muy positivo de confianza entre ambos.

Recordar desastres anteriores —»ve con cuidado; que no te pase lo de la otra vez»— remueve el pasado innecesariamente y pone en duda nuestra confianza. Afrontar el tema hablándolo en tercera persona evitará también que se sientan atacados. Y, por supuesto, hacer brillar lo bueno en cada comentario negativo —»… y es que todo ese encanto que tienes desaparece»—.

Personalmente, no soy partidario de castigar. Es muy fácil quedarnos sin autoridad con el perdón, y más aun cuando los castigos suelen expresarse en momentos tensos. Y, por otro lado, la actitud que conseguimos en nuestros hijos raras veces es reflexiva. Más bien, la contraria. Castigarles sin salir de fiesta conseguirá cortar la comunicación futura —»si se entera de esto, me volverá a castigar» —. Los adolescentes se equivocan más de una vez. Y de dos. Y de tres.

«Después de lo ocurrido me lo estoy pensando: a partir de ahora iremos cada sábado a cenar con la tía Aina, y asunto arreglado». Quizás esta actitud amenazante tenga más sentido. Tras mantener la situación de Aina un tiempo, esta es la idea: «Pero si me prometes que tendrás cuidado, que pensarás las cosas, que no te dejarás llevar y que eres una persona responsable, entonces, perfecto, porque yo así me fío de ti».

Suena utópico, pero lo que se pretende es no perder la comunicación y, poco a poco, ir creando criterios en el joven aprendiz. Con el «yo me fío», ganamos el importantísimo «y luego, me lo cuentas».

Y, por supuesto, siempre premiar con la palabra, no con regalos.
La sociedad no ha asimilado aún la idea de que un bebedor adolescente de fin de semana pueda convertirse en un alcohólico adulto. Este es el verdadero problema que hay que tratar, primero, entre adultos. ¿Qué piensa usted?

Este artículo de Francisco Juan Güell Pelayo se publicó originalmente en la edición nº126 de Mater Purissima (febrero 2007)

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