En el último mensaje de whatssap que me escribió mi madre me decía, ¡…le pido a Dios que te dé mucha paciencia!, esta frase era nueva en la fórmula de su habitual bendición. Esas palabras todavía resuenan en mí, por el don que significa el tener paciencia. ¿Y por qué la paciencia? Porque somos criaturas llenas de infinito, que buscan y desean incansablemente, y es la paciencia quien con toda su ciencia nos va mostrando el modo de relacionarnos con los demás, dejándoles ser ellos mismos sin exigencias imponentes; es la paciencia la que nos permitirá entrar en dialogo cuando hay temor que la postura de los demás sea contraria a la propia, o que el diálogo suponga ceder un milímetro a los propios intereses y me atrevo a decir, a la propia rigidez. La paciencia es la ciencia de la paz, esa que nos lleva a ser tolerantes, perseverantes y dialogantes.
Tolerantes como seres capaces de honrar la diferencia sin sentirse atropellados por quien no piensa igual que yo. Perseverantes como quienes saben esperar el momento sin dejar por eso de intentarlo y de buscar nuevas y variadas formas de llegar a la meta. Dialogantes como quien se pone en marcha dispuesto a descubrir discursos nuevos y no repeticiones del propio pensamiento, dialogantes como quienes no temen despedir las propias ideas cuando encuentran la verdad en la boca de otro. Paciencia con los propios impulsos, paciencia porque se sabe que las ideas no hacen al ser, el ser es amado luego se es, se conoce, se piensa y se ama.
La paz es un regalo que se recibe cuando uno está cómodo en su propio ser, cuando desde la propia aceptación puedo reconocer en la otra persona a alguien que es, que piensa, que desea alcanzar también la felicidad tanto o más que yo. En todo esto, la mayor dificultad son las formas en las que expresamos lo que somos y lo que llevamos dentro, porque queriendo lo mismo llegamos a hacernos daño, a excluir, a condenar e incluso a hacer valer la ley cuando coincide plenamente con mi solo interés aunque eso suponga la muerte y la humillación de mi hermano.
La paz se experimenta en el interior y solo después se puede compartir, educar y construir. La paz de conocerse a sí mismo, de aceptarse y sentirse amado, esta paz es la que trasciende las fronteras, la que construye puentes y puede traer nuevas realidades, no utópicas, ni ideologizadas sino posibles. La realidad no es solo armonía, sino sobre todo la coexistencia de los opuestos y antagónicos, la coexistencia de la diferencia y de la evolución de todo cuanto existe. Es decir, paz no significa ausencia de desencuentros, sino construcción de diálogo; paz no significa quietud y música celestial, sino el aprender a perdonar, el reconocer los errores y volver a empezar; paz no significa estar siempre de acuerdo, sino el buscar juntos el mejor modo de sumar y multiplicar no de restar y dividir, significa caminar juntos viendo en la mirada del otro a un hermano. Por eso, en este proceso de construcción es necesario educar en habilidades concretas tales como la resolución de conflicto, la construcción de ambientes de convivencia, la capacidad de lidiar con la violencia, la capacidad de frenar la tendencia al egoísmo y abrirse a la fraternidad.
Educar para la paz aquí y ahora es un camino de reflexión que implica a la persona en su totalidad, la paz pasa por los gobiernos, por los dirigentes, por los padres de familia, por los pastores eclesiales, por los educadores, pero ante por la disposición de cada uno de asumir el reto de vivir desde dentro y de darle sentido a nuestra vida hoy, porque solo garantizando un presente nuevo podremos asegurar un futuro mejor y posible.
Solamente así podremos educar en la paz a las futuras generaciones, solamente así seremos creíbles y pondremos en marcha la construcción de la paz en nuestra realidad. Conoces la paz, únete a esta construcción posible y si no la conoces escucha a aquél que hace nuevas todas las cosas, a Jesús de Nazaret. Él da la paz verdadera, esa que restaura y renueva la existencia.
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