Los amigos de Alberta (III): Ignacio de Loyola

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Fotografía: Ales Krivec. Unsplash.com

Continuamos en esta sección descubriendo a aquellos santos a quienes podemos llamar «amigos de Alberta», por la huella que dejaron en su vida. Al santo que traemos hoy, Alberta ni siquiera lo menciona en sus escritos, sin embargo, probablemente fue el que más marcó su modo de relacionarse con Dios. Nos estamos refiriendo a Ignacio de Loyola. Como muchos sabréis, Ignacio es uno de los santos españoles más conocidos internacionalmente pues fundó la Orden de la Compañía de Jesús (los jesuitas), que hoy se extiende por todo el mundo.

 

Ignacio nació en un caserío del País Vasco, aunque de muy joven se fue a vivir a Arévalo, donde se educó con la familia de un consejero del Rey, por lo que en esos años frecuentó muy a menudo la corte. Fue herido en una batalla en Pamplona y durante su convalecencia cayeron en sus manos algunos libros que leyó con detenimiento y dieron un giro radical a su vida. Se trataba de libros de santos y de la vida de Cristo. Comenzó un camino interior de conversión, al mismo tiempo que iniciaba también una peregrinación exterior. Así llegó a Manresa, donde se retiró por un tiempo en una cueva y comenzó a poner por escrito cómo el Señor le iba mostrando qué quería de él. Estas anotaciones se convirtieron años más tarde en los Ejercicios Espirituales, un método para orar y aprender el lenguaje de Dios.

 

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Alberta fue muy aficionada a practicar los Ejercicios Espirituales, lo hacía, junto con su comunidad año tras año. Se retiraba 8 días, generalmente a finales del mes de agosto, para preguntarle a Dios qué quería de ella, si sus decisiones eran acertadas y cómo podía ayudar más a su «Divino Capitán», que era como le gustaba llamar a Jesús. Con los Ejercicios, Alberta aprendió algunas maneras de orar que definitivamente marcaron su modo de relacionarse con Dios. Por ejemplo, el coloquio, que consiste en hablar con Jesús como un amigo lo hace con otro. También le gustaban las repeticiones, es decir, volver una y otra vez sobre aquellos pasajes del evangelio donde sentía que el Señor más le hablaba. Otro modo de orar que aprendió de S. Ignacio fue el examen, un espacio breve de tiempo durante el cual Alberta revisaba su día y descubría cómo Dios había estado presente y acompañándola.

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Alberta también aprendió de los Ejercicios a preguntarse frecuentemente si todo lo que hacía o decidía era por amor a Dios o más bien por un interés suyo personal. Esto, que llegó a convertirse en una costumbre para ella, le ayudó mucho a saber cómo actuar en el día a día y a depositar siempre su confianza en Dios.

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Tanto Ignacio como Alberta consideraban la ingratitud como una de las mayores faltas hacia su Señor. Sentían que de Dios Padre lo recibían absolutamente todo y por ello comprendían que su vida era una continua bendición y que era necesario agradecer constantemente todos los dones. Así lo enseñaba Alberta a las Hermanas. Siguiendo las enseñanzas de S. Ignacio, les animaba a preguntarse siempre por qué hacían las cosas, les inculcaba que fuesen agradecidas y en definitiva, les ayudaba a entrenarse en el lenguaje de Dios y a darse cuenta de cómo resulta fácil encontrarle en las cosas de cada día.

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