Los amigos de Alberta (I): Teresa de Jesús

Fotografía de Ales Krivec (Unsplash) para ilustrar el artículo de Julia Violero sobre Alberta Giménez y Santa Teresa de Jesús

Fotografía: Ales Krivec. Unsplash.com

El rey Salomón estimaba la sabiduría que procedía de Dios más que todos los tesoros de este mundo. Descubrió que valía la pena preferirla a todas las riquezas, porque la sabiduría que viene de Dios te acerca a Él y te convierte en su amigo (Sab 7, 14).

 

Este es el secreto que también han descubierto todas aquellas personas que llamamos santos. Algo tan sencillo y tan transformador al mismo tiempo. La sabiduría los hizo, no solo amigos de Dios, sino también amigos entre ellos. Por este motivo, muchas veces encontramos en sus biografías referencias a escritos de otros santos, con experiencias o pensamientos que los han unido y conectado entre sí, aunque hayan vivido incluso en siglos diferentes. En los siguientes números de este espacio de la revista, nos acercaremos a algunos de esos santos amigos de Alberta Giménez y a las experiencias espirituales que nos comunicaron.

 

La primera en desfilar es la gran amiga de Alberta, Teresa de Jesús. Escribió numerosos tratados y obras, pero no es este el lugar para ahondar en ellos. Sin embargo, podemos conocerla un poco mejor centrándonos solo en un aspecto de su espiritualidad, quizá el más importante: su experiencia de la humanidad de Cristo.

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Puede parecer algo obvio o redundante: ¿acaso no proclamamos en el Credo que Cristo es Dios y Hombre verdadero? Así es, pero una cosa es decirlo y otra muy distinta experimentarlo. A Teresa le cambió la vida. Tras muchos años haciendo oración, un día, su mirada se quedó prendada de una imagen de Jesús flagelado. Un Cristo débil, sufriente y fracasado ante los ojos humanos. Y fue precisamente esta imagen la que le hizo entender todo el amor de Dios derramado en la encarnación de su Hijo. Desde entonces su oración consistió en imaginarse a Jesús dentro de ella, sobre todo en aquellos momentos en que más solo y frágil se encontraba, porque de este modo se le ocurría que podría necesitar más de ella.

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No era una época la suya para sentirse atraída por las debilidades de Cristo, todo lo contrario. Los «sabios» de entonces decían que había que centrar la atención en lo más divino y poderoso de Cristo para alcanzar así la santidad, y desechar todas estas imágenes más humanas de Cristo, pues eran una distracción para la oración.

Pero este Cristo necesitado fue también el Maestro interior de Teresa y la condujo a una profunda e íntima amistad con Dios que ni ella se pudo nunca esperar.

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Testimonios como el que Teresa nos ha dejado, no solo han alimentado la espiritualidad de Alberta Giménez, también nos interpelan a cada uno de nosotros a preguntarnos qué es lo que rechazamos o acogemos de Dios, ¿cuál es el Dios con el que nos queremos encontrar?, ¿un Dios que resuelva nuestros problemas o un Dios que quiera necesitar de nuestro afecto y compañía? El modo como nos predispongamos para relacionarnos con Él determinará también cómo serán nuestras relaciones con las personas con las que convivimos, relaciones cercanas, humanas, con deseos de servir en lo concreto o, por el contrario, relaciones en las que juzgamos o miramos por encima del hombro a los demás y nos distanciamos, sin darnos cuenta de que sabernos necesitados es lo que a todos nos une como hermanos.

Quien acoge a Cristo necesitado es capaz de percibir también las necesidades de quienes le rodean. En estas fechas, ya tan cercanas a la Navidad, Teresa nos invita a abrazar sin miedos la humanidad de ese Dios hecho Niño con todo lo que ello comporta de compromiso y amor incondicional a Dios y a los hombres.

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