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Misericordia: la fuerza arrolladora del perdón

1983. Juan Pablo II se reúne en la celda con Ali Agca, quien dos años antes había intentado asesinarle en la misma Plaza de San Pedro de Roma. Agca pide el perdón al pontífice y establece una peculiar relación con el ahora santo. En 2000, el presidente italiano Ciampi le concedió el indulto a petición del Papa Wojtyla. El poder del perdón, llevado a su máxima expresión: perdonar al que te ha herido.

El filósofo Nietzsche no lo veía tan claro: ideas como compasión, perdón y misericordia, presentes en el cristianismo desde su génesis, constituían, en su opinión, muestras de una «moral de esclavos», que mutilaban su ideal de superhombre, libre de ataduras.  Tras los horrores del Holocausto judío en la II Guerra Mundial, la filósofa germanoamericana Hannah Arendt, en cambio, situó el perdón como la base más profunda de su pensamiento: es necesario confiar en el ser humano, confianza sin la cual es imposible realizar acción alguna.

Infografía sobre el reportaje de misericordia

Según Arendt, los actos humanos son, por naturaleza, impredecibles (y por tanto, abiertos al error), y la única opción que tenemos los seres humanos de remediarlos, es a través de la práctica del perdón.

«En la sociedad actual, donde el perdón es tan raro, la misericordia es cada vez más importante» clamaba el Papa Francisco, que ha convocado el Jubileo de la Misericordia para reivindicar el ejercicio de  una virtud central en el mensaje cristiano. Misericordia que implica perdón, empatía, compasión e identificación con quien sufre, además del ejercicio de obras espirituales y corporales: desde consolar al triste a perdonar las ofensas y cuidar a quien lo precisa (enfermos o pobres), básicas para la justicia social.

El cardenal y teólogo Walter Kasper, en su reciente obra El desafío de la misericordia, habla de que «ciertamente, no es fácil, y a menudo hay que recorrer un largo camino para llegar a perdonar y amar al enemigo. Pero así es como Dios ha actuado con nosotros. Y solo de este modo cerró el círculo vicioso según el cual toda injusticia provoca venganza, y la venganza provoca una nueva injusticia, y así sucesivamente». Sin la misericordia, advierte, «corremos el riesgo de que nuestra sociedad se transforme en un desierto».

No sólo basta con justicia

Para el sacerdote y profesor del Instituto de Pastoral de la Universidad Pontificia de Salamanca en Madrid José Luis Segovia Bernabé, la misericordia supone una superación y mejora del concepto de justicia: «Lo responde muy bien Dostoievski: ‘No tenéis misericordia, sólo tenéis justicia. Por eso sois injustos’. Eso dejando de lado que la aplicación de la ley no siempre es justa. Los romanos hablaban de Suma iustitia, suma inuria (suma justicia, suma injusticia), en el sentido de que la aplicación de la ley al pie de la letra a veces puede convertirse en injusta. De hecho, el Nuevo Testamento abunda en las críticas de Jesús a los fariseos, máximos intérpretes de la tradición y de la ley judía.

Para el catedrático de Teología Moral de la Universidad Pontificia de Salamanca Ángel Galindo, no hay que caer en el error de ver en la misericordia una gracia ‘barata’: «Como en todos los regalos, hay uno que lo concede y el otro que recibe y agradece. Si no hay agradecimiento y conversión, el perdón y la misericordia no existen. Para que exista misericordia, se necesita recibirla con el compromiso de cambiar».

José María Fernández Martos, psicólogo, sacerdote jesuita y ex profesor durante más de 40 años en la Universidad Pontificia Comillas, «la misericordia es agradecimiento, es rebosar bondad, la bondad de Dios, y abandonar los tics de las buenas intenciones» que no finalizan en nada concreto. «Supone transmitir no tanto lo que soy, sino lo que vivo, o desde dónde vivo. La Biblia es una plaza mayor, donde el hombre se encuentra con la compasión, a pesar de su brutalidad y deseos. La misericordia no es ir de buenos, sino bañarse en la bondad de Dios. La dureza de la realidad pide un respeto que cure heridas a largo plazo, y eso siempre implica ensanchar el corazón».

Fernández Martos, autor de Misericordia acogida, misericordia entregada en la casa común (Sal Terrae), conjuga misericordia, compasión y caridad con justicia social, haciendo referencias a la cita del Evangelio de San Mateo de «que Dios nos juzgará desde los pobres», y la más antigua, pero igualmente vigente, del profeta Tobías de que «no vuelvas la cara ante ningún pobre y Dios no apartará de ti su cara». San Mateo también recoge la llamada de Jesús a restañar heridas con el más cercano: «si cuando vas a poner tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda junto al altar y ve primero a reconciliarte con tu hermano».

Compasión y misericordia pueden ser conceptos similares, aunque Segovia Bernabé llama a no caer en «el nominalismo, sino en ser verdad compasivos, misericordiosos y caritativos (por añadir otro término del mismo campo de significado)».

En todo caso, «la misericordia no tiene nada de barato ni de light. Es  una fuerza arrolladora. Cuando el ex etarra asesino es abrazado por la viuda del guardia civil que le dice ‘yo ya te he perdonado, ahora tienes que perdonarte tú’, se produce un terremoto, un auténtico vendaval de gracia y no precisamente ‘barata’. No es una rebaja de exigencias morales, sino justamente lo que permite al culpable confrontarse desnudamente con la verdad de su horrible crimen y, al mismo tiempo, no perecer en él. Ahí no cabe excusa ni justificación, ni se puede achacar nada al que abraza. ¿A quién se le ocurre pensar que este abrazo justifica los asesinatos? ¿O que los besos del padre del hijo pródigo son el salvoconducto para el golferío? En la verdad de su ejercicio se diluyen todos esos prejuicios de laboratorio que pretenden cerrar el corazón a la perfectibilidad de los seres humano».

Misericordia es también servicio. Como ejemplo, el trabajo de años del prefecto apostólico de  Battambang, Enrique Figaredo, con los numerosos discapacitados, víctimas de millones de minas antipersona aún diseminadas por el país (se puede consultar una entrevista con él y su trabajo en http://bit.ly/22r6Bms). Para él, la prioridad en la acción es sencilla: «Dios me dijo: Kike no te compliques; mi presencia está en la gente; mi rostro es el rostro de la gente. Búscame ahí».

Potencial de cambio

Para Segovia, «el ser humano no está definitivamente predeterminado por su pasado. Es el único animal que no sólo se adapta a su entorno sino que es capaz de transformarlo. Aún más, es capaz de cambiarse. Puede desalojar el odio y el rencor que le colocaría en la posición crónica de víctima de lo irreparable y también de romper con un pasado delicuencial y asumir una nueva forma de vida. Los creyentes diríamos que el futuro es el tiempo favorito de Dios. En términos laicos, que la misericordia es el espacio para hacer viable lo inédito. La misericordia abre un portillo de luz al presente más oscuro».

Para Ángel Galindo, «ser misericordioso (definido como la inclinación a sentir compasión por los que sufren y ofrecerles ayuda), ayudar al débil, es un signo de fortaleza», y «hace falta ser astuto para ser humilde y misericordioso» en un contexto actual, «que ha echado fuera de a vida diaria el perdón. Y que suele instrumentalizarlo como imagen para quedar bien. A veces, los países perdonan o condonan las deudas para que el país condonado compre los productos al país que se llama perdonador. La empatía y la capacidad de perdonar se adquieren con una buena educación para la paz». José María Fernández Martos alerta contra no estar atento «al dolor del mundo. A veces puede faltar dinero para hacer cosas, pero «es mucho peor que nos falte corazón. Eso lo he visto en África, en religiosas atiendo a enfermos en una sala de operaciones, con pocos recursos», pero con una «atención implicada» hacia el otro, convirtiendo la miseria del otro «en acción».  Una caridad que es «caridad discreta», real y alejada de apariencias, como las del soldado de La piedad peligrosa de Stephen Zweig, que con una compasión mal entendida acaba motivando el suicidio de la joven impedida coprotagonista de la novela. Galindo resalta que «la misericordia se vuelca especialmente en los pobres y excluidos, que son los destinatarios del Evangelio. La falta de misericordia es no reconocer a nuestro prójimo». Segovia señala que, muchas veces, «nos falta fe. No sólo en Dios, sino también en los seres humanos y en su bondad. No es fácil, pero es cuestión de probarlo», alejándose de lógicas de «populismo punitivo, en que todo se soluciona con más castigos y en condiciones más duras. Solo que nadie verifica si ese modelo da resultados en la práctica».

La acogida al marginado y la huída del rigor y de la laxitud

El Papa Francisco advierte en uno de sus discursos con motivo del Jubileo de la Misericordia que «no descubrimos al Señor si no acogemos auténticamente al marginado. Recordemos siempre la imagen de san Francisco, que no tuvo miedo de abrazar al leproso y acoger a quienes sufrían cualquier tipo de marginación. En realidad, queridos hermanos, sobre el Evangelio de los marginados se juega, se descubre y se revela nuestra credibilidad». También alerta contra el recurso a los extremos: «Sabemos bien que ni el laxismo ni el rigorismo hacen crecer la santidad. Tal vez algunos rigoristas parecen santos, santos…Pero pensad en Pelagio y luego hablamos. No santifican al sacerdote ni al fiel, no santifican ni el laxismo ni el rigorismo».

San Juan Pablo II señala que «Cristo proclama con las obras, más que con las palabras. La apelación a la misericordia, que es una de las componentes esenciales del ethos evangélico (…) es satisfacer una condición de capital importancia, a fin de que Dios pueda revelarse en su misericordia hacia el hombre: ‘Los misericordiosos… alcanzarán misericordia’». También Benedicto XVI se refirió a la misericordia como «la síntesis del mensaje cristiano».

En primera persona

LA MUERTE DE UN AMIGO. «Acompañaba yo a un escolar en su proceso de decidir su salida de la Compañía. Aun sin respuesta a su petición de salida, se marchó antes para esperar fuera la respuesta. Distrayendo su primera angustia entró en un bar en el que una chica francesa lo invitó a beber. Dos rohipnoles, como dos tiros, le deslizó a ocultas en su vaso. Lo subió a su habitación y allí murió mi amigo. Tocaba la guitarra todos los Domingos en la Parroquia. En la prensa apareció y con la morbosa connotación de que era un jesuita. La chica cazada, ya estaba en la cárcel el Domingo siguiente asistiendo a la Eucaristía. Nunca olvidaré su figura apoyada en el dintel de la capilla (digamos) de Yeserías. Sudé toda la Misa mientras se aproximaba el beso de la paz que inevitablemente tenía que darle. Llegué: ‘era mi amigo, me gustaría hablar contigo’. Hablamos ese día y otras muchas veces y pude asistirla hasta la muerte – sola y de Sida – en el Hospital de Infecciosos Carlos III. Me decía: ‘le rezo a él, era muy bueno. No quería matarle, le di la dosis que daba a los clientes a los que quería  robarles la cartera’. ¿Qué otra cosa que acogerla, si ya había descubierto en mi entrañable Libro sagrado que ‘el que mate a Caín lo pagará siete veces’ (Gen 4, 15). Nuestro Dios quiere a todo Caín y defiende con celo su vida. ¡Cosas de Dios!».
Relato de José María Fernández Martos en la revista Sal Terrae y recogido en el blog jmfernandezmartosbc.blogspot.com.es

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