Despertar

Despertar

La mañana comenzaba como otras tantas, repleta de hechos cotidianos repetidos por la inercia de la vida diaria. Como toda ciudadana adicta a la urbe, tenía estructurados cada uno de los ensamblajes de su existencia, milimétricamente organizados. Su pudiente status social y su elevado cargo en la Universidad le habían proporcionado una libertad sin límites, una independencia que envidiaban gran parte de sus allegados.

 

Aquella mañana Berta se apoderó de su última adquisición automovilística para dirigirse hacia la autopista que la llevaría al campus universitario. Ni siquiera el dibujo imperfecto que emergía del asfalto,  saturado de pequeñas gotas de lluvia caídas hacía escasos minutos,  lograba distraer la gélida mirada de la conductora, que, impasible ante todo lo que acontecía a su alrededor, agarraba con fuerza el volante de su coche deseando llegar cuanto antes a su lugar de trabajo. La razón de ello era bien sencilla: el poder que Berta ejercía sobre aquella Universidad era absoluto. No podía ser de otra manera. El benefactor más importante era su padre, y, como buena monarca absoluta, creía que su poder procedía de las alturas.

 

La zona universitaria se situaba en una colina, en la parte alta de la ciudad, donde habían nacido nuevos barrios acaudalados que pugnaban por matricular a sus hijos en los colegios de élite cercanos, augurándoles un posible futuro en la Universidad. Amplios jardines cercaban las zonas residenciales, dotadas de todos los servicios necesarios para llevar una vida acomodada.

 

Berta vivía en una urbanización alejada de la ciudad. Le era muy grato sentirse libre, sin ataduras, sin dar cuentas a nadie de sus idas y venidas. Su selecto grupo de amigos acataba esta decisión y solo se inmiscuían en su vida cuando la soberana lo permitía. Y ella se sentía por encima de todo y de todos. La valoración que hacía de las personas y de cualquier situación siempre se hallaba muy por debajo de su nivel. Berta no tenía amigos. Tenía vasallos que la servían en el momento preciso, y los abandonaba cuando ya no precisaba de ellos. Calculaba y organizaba cada minuto de su vida, preestableciendo visitas, almuerzos, actividades deportivas…

 

Aquella mañana llegó pronto al aparcamiento de la Universidad. Con paso acelerado voló rauda hacia su despacho, en el departamento de Literatura. Su mesa, repleta de documentos, asemejaba los bastiones de un castillo fortificado. Su fortaleza. Toda su existencia se encontraba allí. Porque, en su fuero más interno, Berta sabía que fuera de aquella habitación, donde realmente se sentía útil, no había nada. Su apretada vida social y cultural, sus relaciones con la alta sociedad, su ajustada agenda, eran como naipes caídos. La soledad la rodeaba desde su infancia. Con un sentido práctico de la vida, olvidó la costumbre de amar, de acercarse a los demás, de necesitar de ellos. La lejanía con el mundo real era tal que ni siquiera sufría por ello ni añoraba lo que otros soñaban poseer.

 

La Universidad todavía dormía. Era una hora bastante temprana; profesores y alumnos aún no habían inundado jardines, pasillos y aulas. Se presentaba el momento preferido de Berta. Con pasos lentos y calculados, repasaba cada metro cuadrado del edificio. Allí se sentía segura, como en casa. Su padre era uno de los fundadores. Se deleitaba observando las orlas de los antiguos alumnos en las que se la veía posar. Cada día todos los rostros inspeccionaban su grácil manera de andar, que finalizaba cuando su solitario paseo se dejaba sorprender por el ruido de motores, risas y gritos en el interior y exterior del edificio. Berta volvía a su despacho y se ponía la máscara que portaba toda su vida. Nadie conocía a la verdadera Berta. Incluso ni ella misma. Nunca había intentado adentrarse en su ego y analizar su propia vida. Tal vez no sabía cómo hacerlo.

El amplio ventanal de la estancia entretejía los hilos de luz que luchaban por introducirse en cada libro de las cuidadas estanterías, en cada portafolio organizado militarmente sobre una sección de la mesa del despacho. Amplios lienzos al óleo enmarcaban rostros desconocidos que durante años habían regido el poder universal de aquella Universidad. Y, sin embargo, todo se erguía triunfante hacia la esbelta figura de la todopoderosa.

 

Berta inhalaba aquella sensación de poder cada día, cada minuto. Y a pesar del orgullo que traslucía su personalidad, nadie podía dudar de su gran profesionalidad como docente, de su enorme capacidad de trabajo, de su amplio interés por todo aquello que oliera a innovación, a lucha diaria por defender cada milímetro de su adorada Universidad. Pero nadie conocía su secreto más íntimo: Berta no era feliz. No sabía realmente cómo alcanzar el tesoro de la felicidad. Su vida mecanizada, tratada como un continuo armisticio con ella misma, la convertía en una zombi diurna que anhelaba alcanzar la oscuridad de la noche por no verse descubierta. Porque a pesar de ser la diva de aquel centro universitario, aunque el personal docente y administrativo valorara con discreción su papel, Berta sentía una aguda y penosa soledad, por más que la mayor parte del día estuviera sitiada por multitud de caras y corazones expectantes por conseguir una simple sonrisa de sus labios. Desde la infancia había probado la hiel de  la individualidad en los diferentes círculos colectivos. Había aprendido a superar las nieblas nocturnas sin echar mano de sus padres, a solucionar los problemas del colegio sin afectar los quehaceres paternos. Había aprendido a ser una superviviente en un mundo de riqueza, poder y beneplácitos. Había comprado una cartilla de racionamiento para sus emociones y sentimientos más íntimos. Y lo más penoso, había en fin aprendido a soportar aquella mochila vital en su espalda sin manifestar ni un solo quejido.

 

Berta era alta y esbelta. Ojos grises metalizados, de larga cabellera castaña que envolvía graciosamente un rostro siempre bien maquillado. Solía vestir elegantemente pero sin desmarcarse del papel que la vida le había otorgado. Su voz era clara y armoniosa aunque de marcado tono imperativo. Sus labios imitaban la reconocida sonrisa arcaica griega, las comisuras alzándose orgullosas hacia lo más alto, apuntando a una nariz aguileña. Sin embargo, su mirada color metal carecía de vida. Solo miraba. No existían coloraciones grises que resucitaran su iris dormido. No existían largas pestañas que fortificaran las pupilas. Por esta razón cubría frecuentemente sus ojos con modernas lentillas de color que ocultaban la realidad de su mirada.

 

Sentada en su mesa de trabajo esperaba el momento de impartir una de las asignaturas que más apreciaba: la Literatura Universal. Pero hacía ya algunos días que se sentía fatigada, inapetente, con fuertes dolores de cabeza, problemas de concentración y una cierta nicturia. Un cuadro inusual en su ajetreada vida. Pero los personajes del Quijote, uno de sus libros más preciados, la alejaron de la realidad y se sumergió en el mundo de caballeros andantes y damiselas. Tan absorta estaba en su lectura que no vio llegar a los compañeros de departamento, que, conociendo ya la escena, recogieron sus herramientas de trabajo dejándola inmersa en sus particulares molinos de viento.

 

El sonido de la música anunciando el inicio de las clases la transportó al mundo real. Pero al intentar levantarse, un agudo dolor abdominal la dejó atada a su sillón. Una repentina náusea subió por su garganta y un sudor frio pobló su frente. Sin atreverse a levantarse agarró con fuerza su móvil y marcó el número de su padre. Era extraño. Tanta gente conocida y ante el miedo… Nunca antes había visitado un hospital, ni de niña; la única cara que aliviaba el estado en el que se encontraba era la de su padre.

 

En cuanto recibió la llamada, Enrique movió todos los resortes a su alcance para que su preciada hija fuera atendida por las manos más especializadas, fuera el que fuera el diagnóstico. Cuando entró en el despacho de su hija no se alarmó porque su semblante no traslucía preocupación, si bien la encontró más delgada y con cierto temblor en sus manos. Solo la tenía a ella; su esposa había fallecido hacía algunos años y, ya jubilado, gustaba de tener cerca a su hija. De todos modos, su elevada posición social no siempre lo permitía; así pues, padre e hija, sin darse cuenta, alejaban sus vidas dirigiéndolas hacia torres de cristal que de forma vertiginosa iban estrellándose sobre el damero de la vida.

 

Llegados al hospital, el protocolo de entrada obligó a Berta a someterse a un reconocimiento intensivo por parte de varios especialistas. La espera fue larga hasta conocer los resultados. El consejo médico fue rotundo: había que profundizar en el aspecto nefrológico. Uno de los amigos de su padre apuntó la posibilidad de llamar a un prestigioso nefrólogo del hospital que se encontraba de guardia ese día.

 

Cuando Sergio entró en el despacho del director, su mirada se detuvo en unos apagados y entristecidos ojos grises, y desde ese mismo instante sintió y se prometió a sí mismo hacer  honor al origen  latino de su nombre, nombre de la romana que significaba «el que protege y custodia».

El hospital distaba unos pocos kilómetros de la ciudad. Organizado en varios pabellones, sus muros color chocolate, tabletas escalonadas, escondían historias teñidas de dolor y esperanza. Habitaciones constreñidas en su interior adoctrinaban a los que, por fuerza mayor, yacían esperanzados en su futuro inmediato. Batas blancas rompían espacios, esculpían emociones, inyectaban savia a los cuerpos maltrechos. Los largos pasillos presenciaban la afluencia continua de pacientes dirigiéndose a las consultas externas. No había ni edades ni rostros preestablecidos. Solo rigurosas placas informativas que los trasladaban a las salas de consulta.

 

En el ala derecha del primer piso se hallaba la sala de diálisis. Una hilera de pequeños asientos enmarcaba la entrada a la sala. Dependiendo del momento, podían observarse algunas personas esperando la salida del familiar o amigo. Cuatro horas olvidando su propia vida para acercarse a la del otro. En el interior, riñones de acero se convertían en centrales eléctricas productoras de energía. Rostros aceitunados se esforzaban en saltarse las reglas del juego dirigiendo sus mentes hacia realidades alejadas de aquella pesadilla. Máquina y hombre, hombre y máquina, unidos por alambres vitales sin posibilidad de separarse. Cómodos sillones adaptados a cualquier edad, sexo o condición social. Las máquinas de acero no hacen distinciones, simplemente actúan, en silencio.

 

Sergio conocía bien aquel ambiente. Llevaba ya varios años como jefe de planta y poseía una doble especialidad en nefrología y cirugía. Gracias a esto, se dedicaba plena y absolutamente a sus enfermos de diálisis. Su llegada provocaba amplias sonrisas e, incluso, algún que otro piropo. Su cabello rizado castaño y su elevada estatura eran acompañados de unas finas manos de dedos largos y perfilados, acostumbrados a luchar en el campo de batalla de la mesa del quirófano. Todos sus pacientes anhelaban que Sergio fuera el hada madrina, convertido en el todopoderoso dios de los trasplantes. Conocían su tacto como médico, su vocación como cirujano, pero todo ello no solucionaba cada uno de sus casos. Los donantes eran los que potencialmente podían cambiar sus destinos. Conocía detalladamente cada expediente y había logrado que muchos de ellos ganaran la batalla frente a la máquina de acero, aunque no la guerra.

 

La diálisis es eso que posibilita continuar la vida. El trasplante es aquello que anhelamos, augurando que tal vez, un buen día, un cirujano separará de un cuerpo un órgano que, al ser depositado en nuestro interior, nos trasladará a la senda ya olvidada de la supervivencia.

Naces y el llanto anuncia tu llegada. Rozas el aliento del aire limpio que inunda tus pulmones y te enfrentas a un mundo desconocido. El vientre que ha albergado tu cuerpo ahora está vacío. El contacto directo con él se ha desvanecido. E inicias el aprendizaje de la vida. Con mayor o menor suerte, con mayor o menor esperanza. La vida no se presta, se ofrece, y cada nacimiento representa un inicio. Nacemos y lloramos. Crecemos y aprendemos. Vivimos y perecemos. Nadie puede alterar este proceso. Vida. Palabra poco apreciada por muchos que consideran que el hombre tiene pleno derecho a poseerla. La vida pende de un sutil hilo que puede romperse en cualquier momento, y es en ese preciso momento cuando el ser humano la valora.

 

Cualquier enfermedad puede desgarrar el hilo de seda que se ha tejido a la largo de nuestra existencia. Ese hilo vuelve a zurcirse repetidas veces hasta que es preciso reemplazarlo o encaminarse hacia el final. Los zurcidores oficiales no tienen otra posibilidad: buscan incansablemente otro hilo de seda que sea compatible con el anterior. Y sólo la esperanza y la ilusión hacen que el que pende de ese hilo sueñe que, en algún momento, alguien ofrezca el bien tan preciado.

 

Ser donante no significa posibilitar la vida del otro, significa ofrecer una parte de la nuestra, de manera altruista y sin pedir nada a cambio. Donas una parte de tu cuerpo y una porción de tu alma. Porque el ser humano no se compone solo de materia. Y para entregar un trozo de tu vida es imprescindible envolverla de espíritu, pues solo él es genuino, único, y transforma la espera, la desesperanza, en luz. Luz que ilumina la mesa del quirófano, el instrumental quirúrgico, la sonrisa somnolienta del que espera despertar renaciendo a otra vida, sin agujas ni cables, sin largas sesiones encaramado a un penoso patíbulo que impide una existencia real y verdadera. Mientras el mundo gira hacia otros lares, la visión del enfermo renal es romper por completo con estas ataduras que lo convierten en un ser distinto a los demás. Su dependencia del riñón de acero le impide moverse en la vida como otros lo hacen. Sus frecuentes recaídas lo obligan a una total dependencia del centro, de la medicación y de otras múltiples limitaciones que lo alejan de la vida cotidiana.

 

Sergio nació con un bisturí en su corazón. Su visión de la vida lo acercó al dolor y precisamente por ello quiso luchar contra él. Su cercanía al ser humano lo encadenó a su condición mortal. Sus firmes creencias religiosas lo catapultaron hacia la búsqueda de la nada para convertirla en esperanza. Sergio oía el murmullo silencioso de sus pacientes, murmullos de tristezas, miedos, incluso a veces, de terror, al verse incapaz de destruir la dependencia hombre-máquina.

Berta entró en su dormitorio. Minutos antes, su padre la había dejado en la puerta de su casa. No quiso compañía. La Berta vivaz presente en fotografías, óleos y títulos académicos se miraba ante el espejo de su dormitorio. No la reconoció. Las ojeras transitaban por su rostro. Sus ojos grises, antes altaneros y desafiantes, se habían convertido en pupilas punteadas de gris sin vida. Los pómulos, siempre maquillados a la perfección, emblanquecían el perfil de su rostro. Sus labios descarnados marchitaban rompiendo la línea marcada de las comisuras.

Dirigiéndose al salón se acomodó en su sofá preferido, dejando pasar las horas sin atreverse a decidir nada. No quería hablar con nadie. No podía compartir el dolor que sentía. Su orgullo, su prepotencia alimentada a lo largo de su vida, se habían quedado aparcados en lo más recóndito de su alma.

Marcó un número de teléfono en su móvil y esperó ansiosa escuchar la voz casi olvidada:

—¿Judit? —exclamó con voz trémula.

—¿Berta? —contestó con voz asombrada.

—Sí, perdona la hora intempestiva, pero no sabía a quién llamar.

Judit había sido su mejor amiga desde la infancia. Habían compartido juegos y confidencias en los primeros años y en la Universidad. Pero el afán de protagonismo de Berta y de encumbrarse en la fama en todos los ámbitos de su vida fue enfriando la relación hasta que Judit, en silencio y sin reproches, se colocó en la sombra, acallando sus lágrimas por haberla perdido. Berta no percibió ese vacío porque estaba muy ocupada amurallando su eterno ego.

—Judit —repitió Berta—, te necesito.

La voz al otro lado no contestó. Media hora después, el

de Berta ladraba ruidosamente al ver a su ama fundirse en un apretado abrazo con una mujer desconocida para él. Sentadas ante la gran chimenea del salón, Berta explicó a su amiga la situación en la que se encontraba. Judit asentía ante cada palabra de su amiga e intentaba comprender todo el entramado de la enfermedad desconocida para ella.

—Berta —dijo Judit con gran dulzura—, ahora ya es muy tarde, pero mañana acudiremos al hospital e intentaremos resolver todas tus dudas.

—¿Cómo te lo puedo agradecer, con todos los desplantes que has recibido todos estos años?

—Enfrentándote como lo hacías antaño, ante todo y ante todos.

Aquella mañana, Berta y Judit acudieron al hospital en busca de Sergio. Los pasillos seguían envolviendo las telas de araña que aprisionaban las emociones de los pacientes. Berta se movía como un autómata. Casi arrastrada por Judit. Su vestido de alta costura no sintonizaba con su semblante desencajado y su vista perdida. Al acercarse al despacho del  nefrólogo, su nerviosismo aumentó al recordar la visita del día anterior, en la que su vida cayó destrozándose en mil añicos. Sergio no tardó en acercarse a ellas con una amplia sonrisa.

—Buenos días, Berta. ¿A qué debo esta visita? Le comenté que hasta la semana que viene…

—Perdone, doctor, le presento a Judit. Solamente queríamos que nos regalara un poco de su tiempo para que yo pueda aferrarme a algo que no sea desesperanza y temor.

Sergio observó en silencio los ojos grises punteados de negro, y toda la firmeza que había utilizado en la mesa del quirófano se derrumbó ante aquella mirada. Sin pensarlo, sin comprenderlo, sin saberlo, percibió que estaba completamente enamorado de ella. A pesar de esta convulsa emoción, escondió sus sentimientos e hizo salir al exterior al preciado nefrólogo que todos esperaban. Acomodando a las dos mujeres en su despacho, intentó explicarles la realidad de esta enfermedad con palabras sencillas, reforzando las distintas soluciones gracias a los adelantos de la medicina en la actualidad.

Sergio sentía cierta culpabilidad por relatar de forma tan real el problema de la insuficiencia renal, más cuando vio la reacción de Berta. Gruesas lágrimas asaltaban sus ojos, pero ella no permitía que recorrieran su rostro.

—Gracias, doctor. Como ya me dijo ayer, volveré para las pruebas previstas.

Y saliendo rápidamente del despacho desapareció, dejando a Sergio sumido en una maraña de alivio y culpabilidad a la vez.

 

Ya en casa, recostada en su cama, Berta no pudo conciliar el sueño. A pesar de que su padre había intentado que se trasladara a su casa para poder tenerla cerca y atenderla, Berta se negó. Después de la sencilla pero clara explicación del especialista, Berta decidió que no debía involucrar a nadie en su nueva situación. La dependencia total de una máquina no debía avasallar la vida de otros. La avanzada edad de su padre aconsejaba que se alejara del problema, y todos sus amigos y conocidos, casi por arte de magia, habían huido. Berta reconocía que todo ello era de mérito suyo. La reina absoluta había utilizado los hilos de las marionetas a su antojo, los había dirigido sin un ápice de cariño, y ellos se habían dejado llevar por conveniencia en el trabajo o en las relaciones sociales.

 

En aquel momento, Berta reconoció que había mutilado a sus verdaderos amigos del pasado y que los actuales no estaban dispuestos a soportar la pesada carga de la enfermedad. Ùnicamente Judit había respondido a su llamada. Solo ella había abierto los brazos para albergar su ánimo dolorido.

 

La decisión del tipo de diálisis la aterraba. Todas ellas comportaban una operación sencilla pero determinante. Y su cuerpo debía permitir estos cambios si quería seguir viviendo. Berta miraba las llamas del lar, que, juguetonas, bajaban y subían. Extrajo de la mesita del salón un álbum de fotografías donde se relataba la historia de su vida. Con sus treinta años cumplidos había recorrido medio mundo, primero con sus padres y después en solitario o acompañada. Acarició suavemente cada una de ellas como una despedida, porque sabía que a partir de ahora cambiaría radicalmente. Incluso su modus vivendi. Continuar el ritmo estresante de la Universidad sería excesivo. Treinta años. Intensos pero cortos. Ahora lo comprendía. Sólo cuando la vida te interrumpe el camino miras hacia atrás y ves lo que todavía no has recorrido. Berta nunca estuvo enamorada. El libreto de su vida estaba escrito con un vocabulario muy particular, y en este las palabras amor y compromiso no tenían cabida.

 

Durante varias semanas se cumplieron todos los protocolos, y al final Berta decidió elegir la diálisis peritoneal. Con ella pensaba que no debería atarse a un horario predeterminado ni depender de la ayuda de nadie. Pero tanto ella como su padre decidieron trasladar su expediente a un centro hospitalario más cercano a su casa para facilitar las continuas revisiones a las que estaba obligada. Largo proceso de adaptación que la nueva Berta asimiló sin quejas ni flaquezas. Embistió con fuerza el entramado que la vida le había construido y siguió trabajando en su despacho de la Universidad, con un horario reducido, pero feliz por poder sentirse todavía útil.

Berta recorrió con su mirada el salón.

Se levantó lentamente y posó sus manos temblorosas sobre cada objeto de la estancia. Numerosos recuerdos asaltaban su mente. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Nunca había mirado con tanta sensibilidad sus pertenencias. Las observaba como si se encontraran alejadas de ella. Delante del espejo del

apareció su figura. Berta sonrió suavemente. Aquella mujer era una desconocida para ella. Berta se enfrentó al espejo:

—Hola —le dijo—. No se quién eres, pero supongo que con el tiempo estaremos obligadas a conocernos.

Habían pasado dos años desde que Sergio hubiera visto a la mujer de ojos grises. Pero durante aquel tiempo Sergio no la había olvidado, y en silencio y en privado había seguido el proceso de Berta. Su ajetreada vida como médico no le permitía mucha vida personal y vivía abocado a sus pacientes, a la investigación. Pero le permitía revisar los informes que el padre de Berta iba haciéndole llegar preocupado por el estado de su hija.

 

Aquella tarde, Sergio, sentado en la terraza de su apartamento, revisaba los últimos partes de Berta. Su mirada se perdía en el horizonte del mar cercano. El murmullo del oleaje había sido relajante para su estrés cotidiano. Pero hoy ni siquiera lo oía. Sólo miraba con gesto muy preocupado la masa de folios de variopintos colores y formas que instruían paso a paso el futuro incierto de Berta. Año tras año Sergio había trabajado con ellos, pero ahora era diferente. En todo este tiempo no había podido olvidar el rostro ojeroso de la única mujer que había conseguido cambiarle el bisturí por el corazón. Un cuadro clínico de  una incipiente peritonitis encendió las voces de alarma. Berta se dejó llevar y permitió que Sergio se ocupara otra vez de su estado vital.

 

La mañana en que Berta retornó a su antiguo hospital, parecía que todos los elementos del Universo se habían puesto de acuerdo para resplandecer con sus mejores galas. Berta se consideraba como una gran cometa con larga cola, pero sentía que no era capaz de reflejar la luz del sol. Necesitaba de una brillante estrella que le insuflara fuerza y luminosidad.

 

Después de dos años de diálisis, siguiendo meticulosamente todo lo que le indicaban los médicos, viviendo una vida sin esfuerzos, Berta había aprendido a adaptarse a su nueva circunstancia entendiendo que era la única manera de sobrevivir. Había seguido organizándolo todo, pero con una visión no tan egocéntrica. Había conocido a muchos enfermos como ella y, por primera vez, había aprendido de ellos escuchando sus problemas y quehaceres, y se había convertido en la principal mentora de los que llegaban nuevos, suavizándoles la senda escabrosa de la incertidumbre.

 

Su reencuentro con Sergio fue muy cordial. Apreciaba a aquel médico, que desde siempre se había preocupado por ella. De forma muy cautelosa, Sergio le explicó su actual situación, la necesidad de acceder pronto a un trasplante. La respuesta de Berta sorprendió a Sergio:

 

—Tranquilo, Sergio. Hoy me he visto reflejada en el espejo de mi casa y por primera vez en mucho tiempo me he reconocido. Tengo esperanza en el futuro y sé que el destino me depara una vida totalmente distinta a la anterior.

 

Berta miró el rostro de Sergio. Sus ojos verdes brillantes acariciaban los suyos. Y todo el aplomo que había adquirido a lo largo de estos años cayó en añicos. Sollozos que fueron retenidos por las palabras de Sergio:

 

—No sufras. Buscaremos luz para erradicar las tinieblas.

Berta despertó de un largo sueño. Seis largas horas duró la operación. Varios días para recuperarse de ella. Su padre estuvo todo el tiempo a su lado. Pero echó en falta la presencia de Sergio, siempre tan cercano.

 

Recordó sus brillantes ojos verdes, su sonrisa franca pero siempre cautelosa. Su firme resolución en todo lo referente a su trabajo y su timidez en el trato directo. Sobre todo ante ella. A lo largo de todo el proceso de preparación de la intervención, Berta pudo observar cómo Sergio se delataba ante ella. Pequeñas cosas irrelevantes, furtivas miradas, encuentros forzados buscando simplemente un saludo. Todo ello agradaba a la paciente y acrecentaba su imperiosa necesidad de avanzar sin condiciones.

 

Berta recorrió el camino del afecto al amor lentamente pero con paso decidido. Ya no era la soberana absoluta. Simplemente era ella, una mujer que pendía de un hilo de seda. Pero alguien, de forma altruista,  lo había sustituido. A pesar de que Berta sabía que los donantes eran anónimos se preguntaba constantemente quién había sido su benefactor.

 

Recostada sobre los almohadones, miraba con cariño a su padre durmiendo en el sillón de la habitación. Nadie más podía entrar en ella, pues para evitar posibles problemas debía estar en cuarentena durante varios días. Dedicó el tiempo a releer su libro más preciado: Él adoraba la figura famélica de su hidalgo. Berta nunca se había enamorado porque a cualquier doncel le exigía todas las locuras que acampaban por los páramos de La Mancha. Siempre había deseado que alguien la elevara a lo más alto, por encima de todo y de todos, que le entregara parte de su yo sin reclamar nada a cambio, que compartiera las pequeñas cosas para alcanzar lo inalcanzable; en definitiva, que la amara.

 

No hizo falta que siguiera perfilando el boceto del hombre amado.

 

Se abrió la puerta de su habitación y un Sergio sentado en una silla de ruedas de hospital, envuelto en un  camisón hospitalario,  le sonrió con la sonrisa más profunda que había conocido.

 

Berta no dijo nada. Dejó de preguntarse quién le había permitido ganar la batalla al riñón de acero.

 

Acababa de entrar en la sala la estrella que había alimentado la luz de su vida y que, a partir de ahora, le permitiría reflejar la luz de su sol más anhelado.

 

(*) El relato Despertar, de María Ángeles González, ha sido premiado en el XVII Certamen Literario de Relato Breve del Colegio de Licenciados de Filosofía y Letras y en Ciencias de Valencia y Castellón

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