Una tradición apasionante. Educación de los hijos y educación en la fe

Una vez una amiga me leyó el testamento de su madre. Era una carta en la que abría su corazón a sus hijos y les dejaba en herencia, además de los bienes materiales que habían disfrutado juntos, el inmenso patrimonio de su fe cristiana, tradiciones familiares y valores que quería transmitir como el bien más preciado para vivir una vida buena. Me emocionó la riqueza interior de esta persona, y me pregunté si yo como madre podría legar a mis hijos un patrimonio espiritual.

Enseñar a nuestros hijos quienes son y qué están llamados a ser, y ofrecerles en Jesucristo un Maestro de vida es el mejor patrimonio que pueden heredar.  En este sentido el Papa Benedicto XVI dice:

“Los monjes con su plegaria y su canto han de estar a la altura de la Palabra que se les ha confiado, a su exigencia de verdadera belleza. De esa exigencia intrínseca de hablar y cantar a Dios con las palabras dadas por Él mismo nació la gran música occidental. No se trataba de una “creatividad” privada, en la que el individuo se erige un monumento a sí mismo, tomando como criterio esencialmente la representación del propio yo. Se trataba más bien de reconocer atentamente con los “oídos del corazón” las leyes intrínsecas de la música de la creación misma, las formas esenciales de la música puestas por el Creador en su mundo y en el hombre, y encontrar así la música digna de Dios, que al mismo tiempo es verdaderamente digna del hombre e indica de manera pura su dignidad” (1).

Educar en la fe a nuestros hijos significa abrirles “los oídos del corazón”, acompañarles en su toma de conciencia de esa gran sinfonía que es la Creación, en la maravillosa partitura de vocación al amor que Dios ha escrito para sus criaturas, y animarles a que la interpreten con su vida.

Es importante enseñarles que no están llamados a inventar la canción que es su vida  a solas. Se trata de interpretar personalmente una melodía recibida (traditio) que tantos otros han tocado maravillosamente desde hace dos mil años .

La familia tiene una excelente oportunidad para ayudar a nuestros hijos a descubrir el inmenso valor de la Tradición en esta Navidad. Somos hijos de una vida transmitida de padres a hijos de generación en generación, y con ella un estilo de vivir, un modo de celebrar y unos “ritos”, unas creencias y  un sentido particular de vida.

 

Este conjunto de tradiciones son como una antorcha que va pasando de padres a hijos ¡no dejemos que se apague! ¡Que ilumine a nuestros hijos como nos ilumina a nosotros y antes iluminó a nuestros padres!  Se teje de este modo una amplia red de raíces profundas en el tiempo que sostienen la vida de nuestros hijos a una tierra más amplia, firme y segura que la que pueden descubrir solos a lo largo de sus años de vida.

J. Melloni afirma que nada nos pertenece, que el hombre es sólo un eslabón en medio de la  sucesión de inumerables generaciones, y subraya que tenemos por tarea recibir la herencia de quienes nos han precedido y transmitirla a quienes nos suceden. En este relevo se produce una transformación: la aportación de cada hombre en el presente.

Navidad es un momento privilegiado para ser conscientes de la grandeza de la tradición cultural cristiana  heredada, y para mantener el compromiso de hacerla visible y viva ante nuestros hijos. Hagamos fiesta y encontrémonos abuelos, tíos, primos, hermanos… Este es un tiempo para pasear juntos y hablar de temas no escolares, sin prisas ni horarios que limiten nuestra comunicación cotidiana; tiempo para jugar en familia y descubrirnos de otra manera unos a otros; tiempo para visitar a familiares que viven lejos, y conocer a los recién nacidos; tiempo para las celebraciones tradicionales, tiempo para comer en familia y hacer largas sobremesas (¡sin tele!); tiempo para enseñarles a emplear el tiempo de  ocio de un modo creativo y constructivo, diversificando ocupaciones y propuestas compartidas, y reduciendo o eliminando videojuegos, redes sociales y consolas. Tiempo de rezar juntos y celebrar  el Amor más grande  “Tanto amó Dios al mundo que envió a su Hijo” (Jn 3). Tiempo para mirar y enseñar a ver, y para agradecer al Padre que nos haya enviado su Amor haciéndose Niño y compartiendo nuestra Historia.

(1) Mensaje al mundo de la cultura  en Les Bernardins, Francia, 12 de Noviembre de 2008

Este artículo de Rosa López Oliván se publicó originalmente en la edición nº135 de Mater Purissima (enero 2010)

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