La Madre y la ‘Santa Indiferencia’

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Consiste en la sabiduría de amar las criaturas, las personas y las cosas como medios, en lo que son realmente. Sólo Dios es Dios

Es el título que me han propuesto para estas líneas.  ¿Podríamos cambiarlo y anotar: “Hacerse libre, el itinerario de Alberta”? Tal vez, veamos.

Hablar hoy de indiferencia se podría interpretar como algo negativo o, por lo menos, en un sentido equívoco. Si le anteponemos el adjetivo santa nos orientamos ya en una línea más segura, aceptable e incluso aconsejada para quienes desean crecer en su vida espiritual. Efectivamente, situados en la escuela de Ignacio de Loyola la santa indiferencia es el marco del Principio y Fundamento, soporte de toda vida espiritual y humana. Es necesario “hacernos indiferentes a todas las cosas criadas” (EE n. 23). Estamos ya en un camino trillado por miles de generaciones cristianas, y verdaderamente digno de nuestra confianza. Adentrémonos un poco en él.

¿Qué es la indiferencia? ¿En qué consiste este “hacernos indiferentes”? ¿Es un camino ascético? ¿Una escuela de renuncia y desasimiento? ¿Una mirada indiferente, tal vez despectiva hacia todas las criaturas que me rodean? ¿Es un corazón estoico, prácticamente insensible ante la belleza y el atractivo de las cosas? ¿Es un corazón “como de madera”, incapaz de amar porque alguna elevada finalidad  me exige celosamente toda mi capacidad de amor?

Sencillamente, no. La indiferencia santa no es ni desprecio, ni menos-aprecio de las cosas creadas, ni incapacidad de amar con calor, ternura y pasión el mundo que Dios me ha regalado y todas sus criaturas, las personas que me rodean y cuantas están lejos de mí y, sin embargo,  muy cercanas a mi amistad. No, la indiferencia cristiana no es antihumana, es, al contrario, el único camino para ser verdaderamente quien soy: yo, ser humano llamado a la plena realización en el amor.

¿En qué consiste, pues, este camino de la indiferencia?  Consiste en la sabiduría de amar las criaturas, las personas y las cosas como medios, como lo que son realmente.

Acompañemos a Alberta: “Ya no veré desde hoy en las criaturas sino medios que me lleven a Dios y las apreciaré más cuanto más a Él me acerquen” (P. 4). Amarlas “como medios” no significa instrumentalizarlas o amarlas menos, sino amarlas en la verdad, en lo que realmente son. Esto significa que aprendemos a relativizar, a situarnos y a situar cada cosa, cada persona en el lugar que le corresponde. Sólo Dios es Dios, nada puede ser equiparado a Él. No podemos fabricarnos ídolos. Lo esencial de mí mismo está dentro de mí mismo. Amar creciendo en esta “santa indiferencia” es hacernos libres.

Evidentemente, esta conquista de la libertad exige ciertas disposiciones:

• Un objetivo personal claro, preciso, por el que se ha optado conscientemente: “Nací para el cielo y a él dirigiré todas mis aspiraciones” (P. 1).

• Una voluntad que desea y elige lo que más le ayude a alcanzar el fin: “Para mi sólo tiene importancia lo que agrada a Dios” (P. 146).

• Un corazón abierto y vigilante para recibir el DON cuando el Señor quiera otorgárnoslo. Porque la indiferencia no es ni la ascesis ni la renuncia sino el fruto de una experiencia espiritual fuerte del DIOS-AMOR. “Ya, Dios mío, nada me propongo, nada quiero, nada que de Vos me separe…” (P. 13).

Alberta recorre su itinerario pacientemente. Sabe que nada es Dios, pero sabe también que Dios debe ser hallado en todas las cosas; ellas son el ámbito indispensable de nuestra adoración, desprendimiento y servicio. Alberta las ama intensamente y, al mismo tiempo, se siente libre y desprendida. En su equilibrio innato conjuga la renuncia y la amabilidad, el “usar y dejar” sin resentimientos ni inhibiciones. Con sencillez, exclama en alguna ocasión: “Estoy tranquila, aunque no indiferente”, pero no ceja en su empeño y propone: “Dios mío, desde este momento quiero estar indiferente […] me entrego totalmente a vuestra voluntad” (EE 1881).

Al final, Alberta alcanza la indiferencia, o mejor, a través de esta santa indiferencia que ha intentado vivir,  el Amor la invade hasta el último resquicio como un río inunda las entrañas de la tierra. La Madre ha vendido todo, pero el tesoro escondido está ya ahí, en su corazón que “sólo Dios puede llenar y satisfacer”. Es el abandono amoroso, el respirar hondo, la libertad. Su signo inequívoco es la alegría.

Este artículo de Begoña Portilla, rp, se publicó originalmente en la edición nº133 de Mater Purissima (junio 2009).

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