Extremismo: matar y morir por una idea

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Siria. Enero de 2016. Ali Saqr Al-Qasem, un miliciano de 20 años, miembro de Daesh, ejecuta a su propia madre, Lena, en Raqqa, la ciudad declarada capital del autoproclamado Estado Islámico. Su delito: intentar convencer a su hijo de que abandonase el grupo. Su propio vástago la denunció y se convirtió en brazo ejecutor de una rígida, deformada y excluyente visión de la justicia.

Esta perturbadora y trágica historia es una muestra más del río de sangre que desde 2011 ha provocado el desplazamiento de más de un 60% de los 22 millones de sirios de su hogar-datos del Índice Global de Paz (GPI en sus siglas en inglés)- y que sitúa a este país, junto a Sudán del Sur, Iraq, Afganistán y Somalia en el Top 5 de la violencia mundial.

El número de víctimas en conflictos armados, según este mismo estudio, ha pasado de 49.000 en 2010 a 180.000 en 2014. El de víctimas por atentados terroristas, de 8.000 en 1006 a más de 32.700 en 2014, con un 78% de ellas concentradas en solo cinco países: Iraq, Nigeria, Afganistán, Pakistán y Siria.

El impacto económico de la violencia fue equivalente hace dos años a más de un 13% del Producto interior Bruto (PIB) mundial: a la riqueza de Brasil, Canadá, Francia, Alemania, España y Reino Unido juntas. Una forma extrema de violencia terrorista, la suicida, la disposición a matar o morir por unas ideas, se ha repetido en 4.567 ocasiones desde 1982, con un resultado macabro: más de 40.000 muertes y 103.000 heridos en todo el mundo, describe una base de datos sobre este tema realizada en la Universidad de Chicago (http://cpostdata.uchicago.edu/search_new.php). Esta fría cascada de muerte motiva una rápida pregunta: ¿Por qué? ¿Qué motiva que una persona esté dispuesta a matar o morir por una causa y a realizar los más terribles sacrificios por ella?

Mecanismo de doble filo. Ángel Gómez, profesor del departamento de Psicología Social y de las Organizaciones en la UNED, es de los especialistas que investiga las motivaciones individuales del comportamiento extremista. Su trabajo, y el de otros especialistas, se hace en base a la fusión e integración de dos modelos teóricos. El primero, el de la fusión de identidad, explica que ciertas personas adquieren una vinculación tal con su grupo que acaban fusionando su identidad con él. Una amenaza (real o imaginada) a este grupo es vivida como algo muy personal.

Otra línea de investigación psicológica trata de los valores sagrados, aquella conexión tan visceral con un valor determinado por el que te muestras dispuesto a realizar cualquier tipo de sacrificio. El modelo integrador de actores devotos señala que personas que mantienen valores que consideran sagrados y que, al mismo tiempo, se hallan fuertemente integrados (fusionados) con el grupo que los comparte tendrán mayor predisposición a realizar sacrificios excepcionales.

Los individuos que mantienen valores sagrados, según estas investigaciones, son mucho más resistentes a la presión social, así como reticentes a intercambiar beneficios individuales por estos valores en cualquier proceso negociador. Intentos de negociación en base a esta estrategia con personas fuertemente fusionadas con sus grupos y valores pueden tener incluso un efecto totalmente contrario al buscado, reforzando sensaciones de ultraje moral que incrementan las probabilidades de respuestas violentas.

¿Eso implica que la fusión de identidad con un grupo y con un valor es una característica necesariamente negativa? «Para nada. Es un factor que predice el comportamiento extremo, pero este puede ser positivo. ¿Por qué hay gente dispuesta a trabajar con personas seropositivas a pesar de poder infectarse, o voluntarios dispuestos a irse a trabajar a un lugar recóndito de África donde pueden coger enfermedades?», apostilla Gómez.

Factores como la sensación de invulnerabilidad que tienen algunas de estas personas o la existencia de lazos familiares o cuasi-familiares entre miembros del grupo (compartir previamente experiencias negativas, como cárcel o muerte, unen aún más a sus integrantes), así como detalles como la toma de decisiones justo después de una actividad física influyen en la toma de posiciones extremas. «Muchos investigadores anulan la importancia y el poder que puede tener la persona por sí sola y consideran que (el fundamentalista) sigue al grupo como si estuviera ciego, y eso muchísimas veces no es así. El terrorismo yihadista saca ventaja de convencer a sus seguidores de que un solo individuo es capaz de hacer cualquier cosa. Para ellos, una persona es un arma, y una ventaja respecto a otros terrorismos como el de ETA o IRA donde el individuo no sacrifica su vida nunca».
Agrega Gómez, investigador del grupo internacional ARTIS (artisresearch.com), que profundiza en el estudio de los modelos cognitivos y de comportamiento presentes en la violencia política y cultural, que «en grupos extremos como el ISIS los valores están por encima de las personas, y no sólo se sacrifican ellos, sino que sacrifican a alguien del grupo si es necesario. Las creencias son lo primero, porque son eternas. Las personas son prescindibles, los valores no». El investigador señala la importancia de los contextos: «Si estás en una zona de conflicto, quieres tener a tu lado a luchadores que estén dispuestos a dar su vida, no importa cuál sea el motivo».

Sobre el liderazgo, apunta que «la confianza en alguien muchas veces no se debe tanto a lo que le lleve a actuar, sino en si realmente actúa o no» y eso lleva a que en los fundamentalismos, la distancia entre lo que creen y lo que acaban haciendo sea muy corta.

Falta de empatía. Para Myriam García, doctora en Filosofía y máster en Estudios Sociales de la Ciencia y la Tecnología por la Universidad de Oviedo, «el problema de las normas y valores morales en los grupos extremistas es que se basan en una lógica particular, desconectada del resto del mundo. Buscan mantener la integridad del grupo, pero no existe ningún tipo de compromiso o de responsabilidad moral hacia el otro. Y este punto, sentir empatía hacia el diferente es una habilidad ética fundamental. Sin empatía no hay moral», remacha.

Un entorno social y cultural como el actual en Occidente, en constante cambio y valores light, con bajos niveles de compromiso individual, que el sociológo Zygmunt Bauman califica de modernidad líquida, pero que convive con un aumento del populismo y del extremismo, parece contradictorio.
Sin embargo, García, que es vicepresidenta del grupo Filonenos de Asturias (filonenos.org), que fomenta la educación de la filosofía en los niños, señala que «si algo caracteriza a las personas es su constante búsqueda de sentido. Todos ansían una vida de experiencias ricas y significativas. Esta modernidad líquida ofrece significados, pero superficiales y cambiantes, y la falta de experiencias significativas lleva a la frustración, al vacío. Entonces, las personas buscan desesperadamente claves que les ofrezcan algún tipo de orientación».

Moral funcional, pero reduccionista. En ese sentido, esta docente de la Universidad de Oviedo, también integrante del grupo de investigación de Estudios Sociales de la Ciencia (https://cts.grupos.uniovi.es/), interpreta que el auge de los movimientos extremistas y populistas radicaría precisamente «en el hecho de que satisfacen las necesidades de referentes morales sólidos que guíen nuestra conducta y proporcionen significado a la existencia. El problema es que transmiten normas o valores tremendamente simplificados, como ‘la patria es lo mejor’ o ‘el otro es lo peor’», muy reduccionistas y de respuestas sencillas a problemas muy complejos, pero que pueden resultar muy funcionales y atrayentes por esta simplicidad. «Resultan funcionales porque resulta más cómodo creer lo que dice el otro, que hacer el esfuerzo de buscar información por tu cuenta, reflexionar, examinar y cuestionar… Es fácil confiar las propias ideas e incluso la vida a quien asegura orientarnos correctamente», percibe.

Por ello, García recupera a Kant, «cuando escribió ¿Qué es la ilustración? Su lema era: sapere aude, atrévete a pensar. Porque las personas de su época se limitaban a hacer, pensar y creer aquello que los líderes (políticos, religiosos o militares) les decían. Y Kant dice que lo hacían por miedo, comodidad o pereza».

Montse Payà, profesora titular del Departamento de Teoría e Historia de la Educación de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Barcelona (UB) y docente en los grados en Educación Social, Pedagogía y Educación Infantil, también conviene en que «una condición que favorece el extremismo y el fundamentalismo de cualquier tipo es la simplificación, el reduccionismo. Creer que el mundo es sólo lo que tú vives, lo que tú sientes, lo que tú haces, lo que tienes al lado. La pluralidad, la diversidad, ser consciente de ella y aceptarla, no te permite caer en el extremismo, no tan fácilmente».

Para esta investigadora, miembro del grupo de Educación Moral (www.ub.edu/GREM/), «nadie dispone ni de la verdad absoluta, ni de la razón absoluta ni del conocimiento absoluto. Tener humildad intelectual es un concepto básico. Por ello, nadie debería basarse sólo en dualidades y estereotipos» y debido a eso adquieren tanta importancia en la correcta educación moral «el diálogo, la empatía y (el respecto a) la pluralidad».
En esta situación de diversidad y conflicto entre valores, positivos, y anti valores, negativos, el relativismo no aparece como una opción aconsejable, ya que «no soluciona los problemas del día. Incluso puede dañar a quien tienes al lado, porque raya con la indiferencia».

Religión, factor de cohesión grupal. Para José Sols Lucia, doctor en Teología y director de la Cátedra de Ética y Pensamiento Cristiano del Institut Químic de Sarrià (IQS, Universidad Ramon Llull), el uso de justificaciones religiosas en los conflictos, como es el caso del islamismo radical, se justifica «por la necesidad de un lenguaje crudo, muy fuerte, cuanto más absoluto mejor, para aglutinar a la gente. Y no hay concepto más grande que el de Dios».

En opinión de Sols, también licenciado en Historia y diploma en Filosofía, «las guerras de religión no tienen tanto causas religiosas como políticas y culturales. La religión bien entendida se asume como una salida de sí mismo: es buscar la relación y el encuentro con el Otro: un Otro que tanto puede ser Dios como nuestros semejantes. Supone crear puentes con él. Acoger al pobre, por ejemplo. La religión, en este sentido, aparece como un elemento cohesionador de la sociedad. Mal empleada, como un arma frente a otro grupo».

Ignacio Sepúlveda, profesor de la Universidad Loyola de Andalucía y licenciado en Teología y Filosofía, destaca que muchos de los terroristas yihadistas, contrariamente a lo que puede parecer, «son gente con muy escasa formación y vivencia religiosa». Factores políticos, sociales y económicos, como la pobreza y la discriminación aparecen como argumentos más poderosos y caldo de cultivo de la violencia existente entre grupos y entre naciones y del apoyo social, público o soterrado, que reciben.
«El fundamentalismo, el extremismo es parte de lo que somos como seres humanos. Algo que va mucho más allá del hecho religioso. Repasemos la historia para comprobarlo. La Revolución Francesa difundió ideales tan nobles como los de libertad, igualdad, fraternidad. Ideas tan potentes no impidieron una oleada de violencia imparable, que alcanzó incluso a sus propios defensores. Violencia que no se explica desde la religión. En la Revolución Rusa ocurrió lo mismo. Se identificó al que no pensaba exactamente lo mismo con el enemigo absoluto», explica Sepúlveda.

«El fundamentalista, el extremista, parte de un error de base: el de yo tengo la verdad absoluta, y por ello, no atiende a razones. Tienden a dividir la realidad en amigos y enemigos. En general, es gente que se limita a escuchar eslóganes y que los repite. Sin aceptar entrar a debatir», explica este docente de la Loyola de Andalucía, que actualmente realiza una estancia de investigación en el Berkley Center for Religion, Peace and World Affairs de la Universidad de Georgetown, en Estados Unidos.

Globalización e identidad. José Sols Lucía señala que con la globalización, se produce en algunos individuos y colectivos la sensación de que «su mundo se está haciendo cada vez más pequeño, lo que perciben como amenaza y reaccionan con una reafirmación de su identidad», que puede encaminarse en algunos casos hacia la respuesta violenta. Sols, en su publicación Cien años de violencia, editada por Cristianismo y Justicia, habla de que «esta opción defensiva anti-vértigo reduce de manera engañosa el universo humano: ahora mi mundo es más pequeño, es un grupo, ‘los míos’. Los demás son ‘los otros’. En cada una de estas reducciones podríamos demostrar su falacia. Un individuo no pertenece sólo a un grupo, sino a la condición humana, pero el vértigo es excesivo, y por ello sentimos necesidad del grupo, de la nación, de la tribu. Necesitamos ser reconocidos y tener un nombre. Necesitamos ser alguien».

El segundo camino que lleva a la violencia y a la destrucción del ‘otro’ es «proteger como sea lo que considero que es mío. del ser al tener: soy lo que tengo. Por tanto, si lo que tengo está en peligro, mi identidad puede desaparecer. Hasta donde alcanza nuestra memoria histórica, tenemos multitud de ejemplos de valoración de la identidad en función de las posesiones. El cacique es ‘más’ que el campesino porque tiene mayores propiedades. El banquero es ‘más’ que el panadero porque tiene más dinero».

El historiador, antropólogo y filósofo francés René Girard, autor de La violencia y lo sagrado, señala que en el origen de mucha violencia no se halla el rechazo al diferente, sino el deseo mimético. De esta manera, la convivencia y una relación no violenta entre hombres, sociedades y culturas, no puede ser dada por ellas mismas, sino que radica, según Girard, en la corrección de este deseo mimético, según un modelo no violento.
Sols advierte una importante lección: «los países y grupos, cuanto más han optado por la violencia como solución a sus conflictos, más han sufrido. Una muestra es la Alemania del siglo XX, que después de dos guerras mundiales acaba como nación dividida y en ruinas».

Tolerancia y diálogo: ¿debilidad o madurez? Sols Lucía asevera que aunque el extremista observa en la tolerancia o el diálogo una muestra de debilidad, «la tolerancia es una señal de madurez. Es señal de que asumes que la vida humana es más grande que tí, mucho más grande que tu cultura y que tu religión. El absoluto es más grande que la expresión que realizamos de él. La tolerancia en una persona creyente implica darse cuenta de que existen formas y caminos diferentes de acercarse a la divinidad. Desemboca en la necesidad de ser respetuoso. El diálogo no es sólo hablar, que es la fase inicial. Es mucho más que eso: supone convivir, compartir espacios, vivir experiencias juntos. El diálogo real y efectivo se construye a partir de la convivencia cotidiana».

Para Ignacio Sepúlveda, en la lucha contra los fundamentalismos y extremismos es básica la educación: «una educación que no sólo busca enseñar a producir, sino que también enseña a pensar y a dialogar, que es básica para la construcción de una sociedad civil fuerte».
El argumento final de este docente que hace conveniente trabajar el respeto y la tolerancia entre diferentes es que «vivimos en una sociedad plural y pluralista», donde es preciso fomentar éticas de mínimos mundiales para asegurar la convivencia pacífica, como propone en su obra la filósofa Adela Cortina. «Existen unos mínimos reconocidos que recoge la Declaración de Derechos Humanos de 1948 de Naciones Unidas. Otra cosa -asevera Sepúlveda- es el reto que implica incorporarlos a la propia vivencia, que es reto complejo, a nivel social, educacional y de país. La ética de mínimos, por otro lado, se construye una y otra vez, está en permanente cambio».

Educación y pensamiento crítico, básicos. En la educación, la apuesta por el pensamiento lógico, crítico y creativo, la construcción de estándares de pensamiento, y no sólo de memorización (sin renunciar tampoco a ella), aparece como un elemento básico para la correcta asimilación de contenido, así como para adquirir la valorada competencia del Aprender a Pensar.
Manuel Martí Vilar, profesor del departamento de Psicología Básica de la Universidad de Valencia y autor de varias investigaciones sobre las creencias y sistemas de valores de los jóvenes, apostilla que «educar en la paz, en la construcción de la tolerancia, es la cuna de la democracia».

Existen abundantes herramientas con valor didáctico para la tranmisión de estos valores. Entre ellos, Martí describe «la música, el cine, el teatro o el trabajo entre pares, que es un elemento fundamental. La construcción de la moralidad y de una capacidad de diálogo implica autoconocimiento, reflexión y convivir, que es cuando aparecen las dificultades, y aprendes a gestionarlas».

La educación, de esta manera, como antídoto de extremismos y populismos de todo tipo, solo puede concebirse desde la enseñanza de contextos, historias y experiencias que no sean sólo las del propio grupo étnico, cultural y/o ideológico.

«El extremista destaca por ser una persona que sólo busca relación con los de su propio grupo», argumenta Martí. Autor del libro Razonamiento social y prosocialidad: fundamentos, advierte que una buena educación moral unos valores básicos fundados en los derechos humanos y apuesta por una sociedad y una educación intercultural, más que multicultural, al haber en esta primera opción la asimilación de costumbres, valores y normas de otras culturas ajenas a la propia», lo que acaba favoreciendo a largo plazo la convivencia entre diferentes.

Para Montse Payà, «una ética de mínimos, dialógica, es la que puede contribuir a un camino más pacífico y humano. Disponer de unos valores compartidos en comunidad que permitan a cada uno seguir con su ideal de vida , pero sin dañar a los otros». Para Ángel Gómez, independientemente de la vehemencia con que se defiendan unos principios, «lo importante es que defenderlos no invada o haga daño a los demás».

Mejorar calidad del pensamiento. Para asentar la formación de personas con criterio, el pensamiento crítico propone la adopción y el entrenamiento de estándares intelectuales de excelencia. Por tanto, es una poderosa herramienta didáctica y un vehículo para aumentar los niveles de la reflexión individual y del debate colectivo, lo que fomenta huir de soluciones simples a problemas complejos. La definición realizada por los especialistas Richard Paul y Linda Elner de pensamiento crítico lo describe como «ese modo de pensar -sobre cualquier tema, contenido o problema- donde el pensante mejora la calidad de su pensamiento», al ser consciente de las estructuras del proceso de pensar y lo somete a unos estándares.

El punto de partida: mucho de nuestro pensamiento, por sí solo, es arbitrario, distorsionado, parcializado, desinformado o está afectado por prejuicios, sesgos o falacias ideológicas. «Sin embargo, nuestra calidad de vida y de lo que producimos, hacemos o construimos depende, precisamente, de la calidad de nuestro pensamiento», recalcan Paul y Elner.

La némesis del pensamiento crítico es el egocéntrico. Y contrariamente a lo que se puede pensar, es el más común. Se define en base a categorías como ‘es cierto porque creo en ello’, ‘es cierto porque siempre hemos creído en ello’ o ‘es cierto porque me conviene creerlo’ . Rehuye, por tanto, ahondar en los motivación profunda de todo posicionamiento personal.

Analizar cualquier situación, en la escuela y en la vida, bajo criterios de claridad, exactitud, precisión, relevancia, profundidad, amplitud y lógica en las ideas expresadas modifica radicalmente muchos planteamientos, o refuerza la solidez de las convicciones. Un desarrollo que, además, está presente en muchas propuestas pedagógicas actuales, como las de Robert Swarz, doctor en Filosofía por la Universidad de Harvard y director del National Center for Teaching Thinking de Boston.

Myriam García también cree que el pensamiento crítico en el estudiante «puede ayudar a las personas a adoptar una actitud precavida y de resistencia a la manipulación. Una de las habilidades que propone es justamente incentivar el pensamiento autónomo (pensar por uno mismo). Trabajar esta capacidad puede ayudar a clarificar y afianzar los compromisos que asumimos con los demás y con nosotros mismos».

En definitiva, la docente de la Universidad de Oviedo estima que es prioritario «enseñar una forma crítica de pensar donde no todas las opiniones son igualmente válidas, donde no valen más las del más fuerte (el que habla o grita más), sino las que tienen mejores argumentos a su favor y las que mejor resisten las objeciones del debate».

La educación ha experimentado grandes progresos gracias a las investigaciones realizadas en el ámbito de la pedagogía y la psicología, y a los avances de las investigaciones transdisciplinares, aunque García cree que «la implantación de estas innovaciones en el aula a veces resulta demasiado lenta y parcial. Hoy se habla mucho de otro tipo de competencias a adquirir (no sólo las técnicas), como el pensamiento crítico, la gestión de la diversidad, la creatividad o la capacidad de comunicar, pero se relegan al plano de la transversalidad. Se priorizan las competencias básicas en ciencia y tecnología, pero no hay una reflexión crítica y responsable sobre los riesgos o las implicaciones de la ciencia y la tecnología en nuestra vida, en nuestro entorno»

Por ello, es necesario el pensamiento crítico para afrontar una sociedad cada vez más compleja, y a al mismo tiempo, que exige una especialización en la formación cada mayor (en detrimento de conocimientos comunes). Además, reclama una adaptación mayor a los requisitos del mercado, lo que complica cada vez más los análisis y propuestas globales: ser capaz de ver el bosque, y no sólo los árboles. También hay que enseñar no sólo a ser productivo, sino a pensar. «Si partimos de esa necesidad de ver la relación entre clases desconectadas las unas de las otras, entonces el pensamiento crítico puede aportar mucho. Supone pensar en base a criterios, y eso trasciende las disciplinas». García cree que la única materia «capaz de generar esa reflexión crítica y esa rendición de cuentas es la filosofía, y es precisamente la que se está reduciendo en horas».

El dilema del tren: ética en decisiones extremas

Un tren avanza descontrolado por la vía, a punto de arrollar a un grupo de cinco personas atadas a ella. Atraviesa un puente cercano una persona. Si la tiras a las ruedas del ferrocarril, salvarás a cinco.  Las conclusiones de un grupo de investigadores de las universidades de Oxford y Cornell recogida en ‘El País’ (http://elpais.com/elpais/2016/04/11/ciencia/1460395747_077305.html) señalan que sólo un 30% daría el paso de lanzar a esa persona a la vía.

Esta simulación (dilema del tren o del tranvía) fue ideada en 1967 por la filósofa  Philippa Foot y ha sido sometida a múltiples variaciones y revisiones. Una de la Universidad de Michigan (www.tendencias21.net/La-realidad-virtual-aclara-un-dilema-moral_a8904.html) modificaba el resultado final al sustituir el lanzamiento de la persona por apretar un botón. Plantea que la barrera ‘visual’ del uso de tecnología influye en desechar reparos morales: un 90% apretó el botón. El dilema es consecuencia de plantear dos tipos de éticas. La consecuencialista favorece las decisiones que logran un mayor beneficio para la mayoría. La segunda, deontológica, parte de derechos y deberes y defiende que ciertas decisiones nunca son buenas aunque busquen un bien mayor. El hecho de que la mayoría opte por esta segunda vía  parece indicar que facilita la confianza y la cooperación y que ha sido favorecida por la evolución. Sin embargo, Ignacio Sepúlveda matiza  que en la vida real  «tendemos a combinar éticas consecuencialistas y deontológicas».

Zelotes, sicarios y kamikazes: una larga historia

El  uso de la violencia extrema y el autosacrificio como vía  de consecución de objetivos políticos por parte de grupos y estados cuenta con larga tradición. Cuenta Robert Pape en Dying to win: the strategic logic of suicide terrorism que en tiempos de Cristo, la violencia de sectas judías como los zelotes y sicarios como respuesta a la ocupación romana incluyó ataques de este tipo. Mucho después, durante la Edad Media, la secta de los asesinos se hizo tristemente famosa en Oriente Medio, mientras que el intento desesperado (y frustrado) de Japón de obtener una paz negociada con Estados Unidos en la II Guerra Mundial indujo a los  kamikaze a la inmolación. En apenas diez  meses (de octubre de 1944 a 1945), 3.843 pilotos nipones dieron su vida con esas tácticas, hundiendo al menos 375 buques y provocando 12.300 muertes y 36.400 heridos. Sin resultado, porque el  lanzamiento de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki pulverizó cualquier perspectiva de paz negociada.

El perfil psicológico, religioso y educativo de una persona dispuesta al sacrificio de su vida se resiste a una categorización sencilla: si la viencia religiosa de muchos terroristas islamistas es superficial,  el nivel educativo de muchos suicidas dista de ser básico: no faltan quienes disponen de estudios universitarios. Tampoco son sólo solteros: muchos de los mayores de 30 años estaban casados y con hijos, y tampoco ‘lobos solitarios’, aunque actúen solos, porque sienten que pertenecen y reciben el apoyo de un grupo, aunque sea a distancia.

El juicio moral depende de las emociones

Una investigación publicada en la revista Nature en 2007 por un equipo de la Universidad de Iowa y Harvard y recogida por el diario El País (elpais.com/diario/2007/03/22/sociedad/1174518002_850215.html) abundó en la poderosa influencia de las emociones en el juicio moral. Personas con daños en el córtex prefrontal ventromedial (VPMC), uno de los nodos centrales en la expresión cerebral de las emociones, perdían capacidad de empatía y de compasión en la toma de decisiones extremas. En este caso, el dilema a responder era: ‘un amigo está infectado por un virus y planea contagiar a otros. Algunos morirán. Tu única opción es dejar que ocurra o matarle. ¿Aprietas el gatillo?’

Montse Payà, del grupo de Educación Moral de la Universidad de Barcelona, interpreta al respecto que «el juicio moral es tanto racional como sentimental. El sentimiento, en ocasiones, necesita ser dirigido por la razón. La razón sin el sentimiento, no dirige a la acción, puede hacer que no te sientas comprometido a seguir sus dictados». Como ejemplo de esta interacción, explica que «puede caerte mal alguien, pero no por ello debes dejar de reconocer sus cualidades, sus éxitos, o el trabajo bien hecho que realice».

Sobre los diferentes tipos de violencia, Myriam García llama a prestar atención a que se vive en una época de mucha violencia simbólica, «latente y casi invisible, pero que está ahí».

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