Denis de Rougemont (1906-1985)

En su condición de insobornable -sus juventudes surrealistas y anarquistas le tenían vacunado- y de espectador de entreguerras emplazado a rescatar los escombros de una Europa en demolición,  puede decirse que Denis de Rougemont es uno de los clásicos del s. XX. Sus ensayos se leen como si fueran escritos para hoy.

Fotografía de Denis de Rou

Su libro más conocido es El amor y Occidente (1939): «Lo que exalta el lirismo occidental no es el placer de los sentidos, ni la paz fecunda de una pareja. No es el amor logrado. Es la pasión del amor. Y pasión significa sufrimiento».  La pasión amorosa, contraria al amor verdadero, aboca al caos y al nihilismo. Exaltado en la edad Media y en El Romanticismo ha supuesto en la cultura del siglo XX entronizar la subjetividad absoluta, el deseo y el narcisismo. Rougemont opone a este eros patológico y autodestructivo el ágape, entrega y servicio creativo. ¿No resuena en esta tesis de 1939, la carta de otro gran hombre de la cultura europea del s. XX, la del teólogo Joseph Ratzinguer, es decir  la encíclica Deus Caritas Est de Benedicto XVI?

Otro buen retrato de los dilemas de Occidente es su ensayo  La Parte del Diablo (1942). ¿Quién se atrevería hoy a escribir explícitamente sobre el diablo? La amenaza que se cierne sobre la sociedad contemporánea está tanto en el individualismo subjetivista como en el totalitarismo colectivista. En nuestra sociedad de masas anónimas, de individuos consumidores, el diablo campa a sus anchas. La omnipotencia de la razón, la técnica y el progreso, esas idolatrías que le dan por muerto son el mejor triunfo del diablo. Sólo la persona de espíritu libre puede recomponer este desorden.

Se ha calificado a Rougemont como el homo europeus del siglo XX. Ha criticado en sus ensayos el estado-nación como una secuela del napoleonismo, un dirigismo mesiánico, obsesionado por el igualitarismo uniformador que ha derramado más sangre  que todas las guerras de religión juntas.  Conocidos son los artífices de la reconstrucción de Europa salida de la II Guerra Mundial,  con vistas puestas en su unión: el alemán Adenauer, el francés Schuman y el italiano De Gasperi; los tres, por cierto, como Rougemont, muy próximos al personalismo de Mounier que reivindica la dignidad de la persona, su dimensión trascendente frente a los materialismos filosófico-ideológicos que el progreso técnico del s. XIX entronizó casi como religiones. Pues bien, Rougemont fue uno de los ingenieros de aquella refundación de Europa.

No era intelectual al uso (tristemente) que enardece la revuelta desde la barricada. Consciente de la catástrofe  que se cierne sobre Europa si su historia y cultura son confiscadas por los estados-nación, al retornar de Estados Unidos en 1947, se apresura a promover foros supranacionales. Preside el I Congreso de la Unión Europea de Federalistas. Organiza en 1949 la I Conferencia Europea de la Cultura. De 1952 a 1966 preside el Congreso por la Libertad de la Cultura, una “OTAN” cultural, en la batalla intelectual de la Guerra Fría, con la que se pretendía contrarrestar la influencia de la propaganda estalinista en la cultura occidental, y tras la que efectivamente estuvo la CIA bien percatada de la importancia del frente académico.

Una de las claves menos conocidas en la reconstrucción de Europa es el  CERN, el laboratorio líder del mundo para la investigación nuclear (1952), con sede en Suiza, bajo jurisdicción de 12 países originalmente (España se unió en 1961, se retiró en 1969 y se reunió en 1983) y ahora de 20. Se constituyó tanto con propósito de ciencia, como de cimentar una paz  europea, y expresamente al margen de intereses militares.  El CERN es hablar de ese nuevo colisionador encendido en 2008, un anillo de 27 kilómetros en el subsuelo de Ginebra, que puede alumbrar el bosson de Higgs, predicho por la física de partículas. Se la ha llamado “la partícula de Dios” y  algunos han llegado a decir que podría desencadenar un agujero negro, una inversión del Big Bang.

Pues este centro, portento de la ciencia y técnicas humanas, es en  gran parte obra de este intelectual filólogo de Europa, del poeta Rougemont, que no cultivó la poesía, sino su equivalente en Occidente: lo inefable del Logos, el misterio de la cultura y del espíritu humano. Fue él quien lo promovió y sentó sus bases.

Rougemont falleció en 1985. Mucho antes que el CERN se planteara buscar la partícula de Dios. Él ya había encontrado una partícula de Dios. Dos meses antes de su muerte, entrevistado por Guido Ferrari, lo formuló sin complejos: la mejor definición que se haya dado de Dios es la de San Juan “Dios es Amor”, no el amor sentimental, sino el amor-acción. “A esto se reduce, lo siento, pero me gusta dar a las palabras su verdadero sentido”.

Este artículo del historiador Manuel Oliver se publicó originalmente en la edición nº139 de Mater Purissima (abril 2011)

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